sábado, 31 de julio de 2010

Luis Rojas Marcos en Superar la adversidad

Luis Rojas Marcos en Superar la adversidad. El poder de la resiliencia (Espasa Libros, 2010)
Conversar con uno mismo tiene muchas ventajas, según afirman especialistas en salud mental. Es un desahogo y rebaja la tensión emocional. Poner palabras a los sentimientos, con público o sin él, ayuda a sacarlos de la cabeza.
Si a alguien le pillan hablando solo, lo más normal es que se invente una excusa. Por ejemplo, "estaba pensando en voz alta". Es raro que alguna persona reconozca que mantiene encendidos diálogos con el espejo del baño o que consigue resolver importantes cuestiones después de explicarse a sí mismo en voz alta una y otra vez el asunto en cuestión.
Socialmente no está aceptado hablar solo. Todavía se asocia con algunos trastornos mentales.
Pero la gente sana que habla sola está muy cuerda. Al menos eso dice el psiquiatra Luis Rojas Marcos. En su último libro, Superar la adversidad. El poder de la resiliencia (Espasa Libros, 2010), apunta que "hablar con amigos, con una planta, con un gato o con uno mismo es uno de los factores que ayudan a superar una situación de crisis".
Hablar con uno mismo en voz alta también es útil para pensar mejor y tomar decisiones. "Para mucha gente es una forma de rebajar la intensidad emocional, un desahogo. Las ventajas son enormes", comenta el psiquiatra.
"Soy la única que me entiendo perfectamente a mí misma".
Rojas Marcos afirma: "Es bueno antropomorfizar a los animales y a las plantas, los efectos son similares a comunicarte con un ser humano". Para el psiquiatra, la gran ventaja de hablar, solo o con público, es que "al poner palabras a los sentimientos, los sacas de tu cabeza, haces tu versión de los hechos y cuentas tu historia".
"Los sentimientos que no tienen palabras se acumulan en la memoria emocional. Por ejemplo, las imágenes y los olores de una situación de terror se quedan en la memoria emocional y sólo convirtiéndolas en palabras pasan a la memoria verbal. Lo más sano es pasar lo que se acumula de la memoria emocional a la verbal."
Hablar solo no es un síntoma de soledad o de no tener amigos. Para mucha gente es una manera de organizar o aclarar las ideas.
La otra cara del diálogo sin fin con uno mismo es menos amable. "Es beneficioso hablar de cosas que han ocurrido en el presente, pero hablar compulsivamente y sin control de algo pasado no ayuda a pasar página", dice Rojas Marcos.
Hay que hablar del pasado sólo cuando es útil.
El psiquiatra Jesús de la Gándara opina que no parar de hablar de algo pasado "aumenta la permanencia de los problemas en la conciencia, causa fatiga emocional e impide avanzar".
La cháchara compulsiva sobre un tema contribuye al fenómeno que los psiquiatras llaman mood amplification , es decir, la amplificación de los estados de ánimo negativos. Una de las terapias psicológicas más de moda en Occidente, el mindfulness , que consiste en eliminar la dispersión mental y concentrarse en disfrutar el presente, aboga por poner en práctica "el olvido voluntario".
Isabel Larraburu dice cómo hacerlo en su libro Atención plena (Temas de Hoy, 2009). Para conseguirlo conviene "dejar de recrear los malos recuerdos mediante conversaciones de modo que vayan cayendo en desuso, y no rememorar los detalles para que no se fijen en la memoria a largo plazo".
Sin embargo, la gente sigue con necesidad de contar su vida. "Probablemente se hable mucho, pero no lo suficiente de las cosas importantes", opina Rojas Marcos. ( www.luisrojasmarcos.com )
De niños o de adultos, todos tenemos soliloquios. Se estima que estas reflexiones en voz alta sin interlocutor suponen entre el 20 y el 60% de los comentarios que hacen los niños entre los cuatro y los diez años.
Cuando nos hacemos mayores, seguimos contándonos una receta mientras cocinamos, repetimos un número de teléfono para memorizarlo o nos animamos frente al espejo con esa conversación/discusión que tenemos que tener de una vez con el jefe.

domingo, 18 de julio de 2010

Thomas Harris en Dragón Rojo

Thomas Harris Dragón Rojo

Las manchas de sangre parecieron insultarlo desde las paredes, el colchón y el piso. El mismo aire parecía salpicado de alaridos. Se sintió acobardado por el ruido de ese silencioso cuarto repleto de manchas oscuras.
No existían divisiones categóricas en su mente. Lo que veía y aprendía influía en todo lo que ya sabía.
El orden desesperante de una pareja que envejece y ve que sus vidas comienzan a borronearse.
Sus ojos estaban inexpresivos, como los de un pescado en el mercado al final del día.
Qué difícil es tener algo. Difícil conseguirlo, complicado conservarlo. Este es un planeta terriblemente resbaloso.
El médico percibió una inteligencia fría como una mesa de rayos X.
El domingo y el lunes transcurrieron a un curioso ritmo. Los minutos eran eternos y las horas parecían volar.
Fue la primera vez que le mintió realmente y al hacerlo se sintió tan asqueroso como un billete viejo.
Avanza zigzagueando desde una mesa hasta la cama bajo cuya almohada se oculta el sueño.
Se mueve lenta y suavemente, transportando su concentración como una taza llena.
La niña observa cuidadosamente a su madre, como si estuviera estudiándose a ella misma en un futuro.
Sabía que tener fe en cualquier clase de justicia natural era una quimera.
No le gustaba que un hombre entrara y saliera de su cama como si estuviera robando pollos.

martes, 13 de julio de 2010

Gabriel García Márquez en Vivir para contarla

Gabriel García Márquez Vivir para contarla 2002

La vida no es lo que uno vivió,
Sino lo que uno recuerda y
Cómo la recuerda para contarla.

Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado.
Desayunábamos tajadas fritas de plátano verde.
Yo sabía lo que pensaba de cada uno por los cambios de su silencio.
En comparación con lo que fue en otro tiempo era un fantasma de sí mismo.
La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos.
Se sentó en la hamaca con una fatiga de mueble antiguo.
Médico soy, y aquí me tiene usted, sin saber cuántos de mis enfermos se han muerto por la voluntad de Dios y cuántos por mis medicinas.
Nada se comía en casa que no estuviera sazonado en el caldo de las añoranzas.
Nunca he olvidado la frase casi ritual de la abuela al entrar a la cocina: “Hay que hacer de todo, porque no se sabe qué les gustará a los que vengan”.
El abuelo lo previno en serio con su frase célebre: “Usted no sabe lo que pesa un muerto”.
Su grito de guerra contra la fatalidad: -¡Ave María Purísima!
Las cosas que contaban les parecían tan enormes que las creían mentiras, sin pensar que la mayoría eran ciertas de otro modo.
Mi abuelo me sacó de dudas con una frase terminal: -El era distinto.
El diccionario habría de ser el libro fundamental en mi carrera de escritor.
Los ojos de aguas mansas que nos miraban como si estuvieran vivos. Ese pavor de ser visto desde la muerte me estremeció durante años.
Con una devoción de perro sin dueño.
Rilke había dicho: “Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba”.
Podíamos perder la paciencia, pero nunca el sentido del humor.
El sabio tenía la vocación congénita de no entenderse con la vida práctica.
Esa noche se acostó sin despedirse de nadie, sin enfermedad ni dolor algunos, y se echó a morir en su mejor estado de salud.
Su problema con la realidad era insoluble.
Sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos.
Las veía pasar como nubes en el agua.
Me trataron como a alguien que siempre llegaba para irse.
Con carrozas de lujo y caballos engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, con cadáveres de buenas familias que se comportaban como los inventores de la muerte.
Que manejaba con la maestría y el arte de un domador de focas.
La única diferencia era que los liberales iban a la misa de cinco para que no los vieran y los conservadores a la misa de ocho para que los creyeran creyentes.
Tampoco renunció nunca a su carrera de soltero insobornable.
Tenía un instinto propio para presentir los puntos álgidos de cada materia, y casi adivinar los que más interesaban a los maestros para no estudiar el resto.
Había escampado, y las estrellas no cabían en el cielo.
Los cariños descomedidos, los miedos irracionales y las esperanzas alegres de los padres.
Sólo ahora, cuando ya pasé por todas las edades que mi padre tuvo en su larga vida, he empezado a verme en el espejo mucho más parecido a él que a mi mismo.
Nadie nos presentó. Unos porque no nos conocían y otros porque no les parecía posible que no nos conociéramos.
Si la poesía no sirve para apresurarme la sangre, para abrirme de repente ventanas sobre lo misterioso, para ayudarme a descubrir el mundo, para acompañar a este desolado corazón en la soledad y en el amor, en la fiesta y en el desamor, ¿para qué me sirve la poesía?
Bautizada por la desmesura bogotana como la mejor esquina del mundo.
Unas ráfagas de ansiedad que me hacían sentir ajeno a mi propio pellejo.
Apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor.
No estaba a gusto dentro de mi pellejo.
Sin darnos cuenta todavía de que aquel desastre colosal no tendría días siguientes.
Dijo la frase histórica que al parecer no dijo nunca, pero queda como suya por siempre jamás: “Para la democracia vale más un presidente muerto que un presidente fugitivo”.
Siempre supo ser lo que quiso: un sabio en la penumbra.
Hoy no encuentro aquellos días en mis recuerdos, y he terminado por creerle más al olvido que a la memoria.
Sólo conservaba los libros que debían leerse para vivir sin remordimientos.
Coplas de don Jorge Manrique a la muerte de su padre. <<<
Estaba segura de que Dios, con su sabiduría infinita, resolvería el problema del mejor modo posible.
Un hombre impresionante que ya parecía ser el fantasma de sí mismo.
Me habían prohibido fumar, pero fumaba en el baño, como escondido de mí mismo.
Yo los sometía a un proceso de simplificación. Consistía en ahorrar espacio por la eliminación no sólo de las palabras inútiles sino también de los hechos superfluos, hasta dejarlos en la pura esencia sin afectar su poder de convicción. Este fue un ejercicio de los más útiles para aprender la técnica de contar un cuento.
Como dijo Germán: empecé a mejorar para mal.
Una región donde lo más natural es lo asombroso.
Cumplió con el deber moral de decirme lo que pensaba.
Un sentido del humor que lo consagró como un maestro del chiste instantáneo, y le permitió ser feliz por el solo hecho de estar vivo.
Para celebrar el nuevo día todos los días.
En nuestra casa, donde lo más insólito parecía siempre posible.
Hasta la realidad se equivoca cuando la literatura es mala –dijo muerto de risa.
Es como haberse muerto con los muertos- dijo una mujer que llevaba una rosa roja. Entonces Pablo debió sentirse autorizado para torcerle el cuello a su pena pues sin decir una palabra entró en su casa y salió con el acordeón.
Con su estilo entre broma y de veras me dijo entonces algo que no olvidé nunca: “Es que la credibilidad, mi querido maestro, depende mucho de la cara que uno ponga para contarlo”.
Conservó el secreto de ser niño hasta su más tierna vejez.
Seis empleados metódicos, cubiertos por el óxido de la rutina.
No nos fue posible encontrar otra historia como aquella, porque no era de las que se inventan en el papel. Las inventa la vida, y casi siempre a golpes.
Nos sentíamos cada vez más lejos del milagro, hasta que pasó tanto tiempo que no nos quedó ni la ilusión.