Julio Cortázar Las armas secretas
Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de una carta o de un libro.
El roto grabado de La Nación con los sonetos de tantas señoras entusiastas, esa sensación de ya leído, de para qué.
Ese traje cruzado a rayas, esa peinada a la brillantina, esas corbatas de rayón tan cajetillas.
Aunque empleara a veces una voluntad casi terrible en no hacer nada, en no vivir de veras para nada.
Había una rencorosa desconfianza, una expresión de animal que siente que van a abandonarlo en un terreno baldío lejos de la casa, para deshacerse de él.
Entre gritos y manos que sobresalían como si dentro del tren se estuvieran ahogando.
Los buenos servicios
Desde que me empezaron a temblar las manos todo me cuesta mucho más.
Es un médico joven, con ideas muy buenas para los jóvenes. En mi tiempo nadie hubiera creído que el vino era malo.
Estoy tan ocupada… -fruncía la nariz como si las ocupaciones olieran mal-
“Buena suerte quiero verte y quererte, diablo aléjate”.
Amable como una gelatina.
La gente no es mala, y muchas desatenciones se cometen porque no se está en lo que se hace.
Me pregunté si soñaba. Esto no es un modo de decir, cuando veo algo raro siempre me pregunto con todas las letras si estoy soñando.
El tiempo vuela. Uno cree que es lunes y ya estamos a jueves.
Dios me perdonará esto y tantas otras cosas.
Las babas del diablo
De tonto sólo tengo la suerte.
Ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven.
Bajamos por la escalera de esta casa hasta el domingo. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo.
Un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo.
Me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz.
Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías.
Cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento.
Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era.
En el fondo estaba satisfecho de mí mismo.
Aprovechar al fin su miedo para algo útil.
El perseguidor
Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.
La música me sacaba del tiempo.
Hablaba sacando pecho como los domadores de caballos.
Después uno se va a dormir y mañana es otro día.
Ir a un encuentro no puede ser nunca escapar, aunque releguemos cada vez el lugar de la cita.
No se mueve en un mundo de abstracciones como nosotros.
Probablemente ya estará en otra cosa, perdiéndose en una nueva conjetura o en una nueva sospecha.
La voz de
Me lo pregunta como si creyera que entre tanto ha ocurrido algo que bueno, algo que componga las cosas.
Todo ello simplemente porque está en celo y quisiera acostarse con Johnny esta misma noche.
Estoy tan solo como este gato, y mucho más solo porque lo sé y él no.
Lo único que cuenta es dar de sí todo lo posible –digo, sintiéndome insuperablemente estúpido.
Lo único que me consuela agregaba deliciosamente Baby- es que murió contento y sin saberlo.
Después de una carilla entera dedicada a insultar a Tica, que de creerle no sólo sería causante de la muerte de Johnny sino del ataque a Pearl Harbor y de
Las armas secretas
Lo ha pensado sordamente, como desde lejos.
Los últimos meses son tan confusos como la mañana que aún no ha transcurrido y es ya una mezcla de falsos recuerdos, de equivocaciones.
Esa aptitud para compartir un momento de vida.
Hasta a la extrañeza es posible acostumbrarse.
Un borracho monologa amistosamente en la calle, balanceándose como si flotara en un agua pegajosa.
Pareces un hongo –dice Pierre con la ternura de todo hombre hacia una mujer que se pone ropas demasiado grandes-.
Hay un silencio de siesta.
El cansancio pesa como un pasajero a sus espaldas.
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