martes, 13 de julio de 2010

Gabriel García Márquez en Vivir para contarla

Gabriel García Márquez Vivir para contarla 2002

La vida no es lo que uno vivió,
Sino lo que uno recuerda y
Cómo la recuerda para contarla.

Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado.
Desayunábamos tajadas fritas de plátano verde.
Yo sabía lo que pensaba de cada uno por los cambios de su silencio.
En comparación con lo que fue en otro tiempo era un fantasma de sí mismo.
La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos.
Se sentó en la hamaca con una fatiga de mueble antiguo.
Médico soy, y aquí me tiene usted, sin saber cuántos de mis enfermos se han muerto por la voluntad de Dios y cuántos por mis medicinas.
Nada se comía en casa que no estuviera sazonado en el caldo de las añoranzas.
Nunca he olvidado la frase casi ritual de la abuela al entrar a la cocina: “Hay que hacer de todo, porque no se sabe qué les gustará a los que vengan”.
El abuelo lo previno en serio con su frase célebre: “Usted no sabe lo que pesa un muerto”.
Su grito de guerra contra la fatalidad: -¡Ave María Purísima!
Las cosas que contaban les parecían tan enormes que las creían mentiras, sin pensar que la mayoría eran ciertas de otro modo.
Mi abuelo me sacó de dudas con una frase terminal: -El era distinto.
El diccionario habría de ser el libro fundamental en mi carrera de escritor.
Los ojos de aguas mansas que nos miraban como si estuvieran vivos. Ese pavor de ser visto desde la muerte me estremeció durante años.
Con una devoción de perro sin dueño.
Rilke había dicho: “Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba”.
Podíamos perder la paciencia, pero nunca el sentido del humor.
El sabio tenía la vocación congénita de no entenderse con la vida práctica.
Esa noche se acostó sin despedirse de nadie, sin enfermedad ni dolor algunos, y se echó a morir en su mejor estado de salud.
Su problema con la realidad era insoluble.
Sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos.
Las veía pasar como nubes en el agua.
Me trataron como a alguien que siempre llegaba para irse.
Con carrozas de lujo y caballos engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, con cadáveres de buenas familias que se comportaban como los inventores de la muerte.
Que manejaba con la maestría y el arte de un domador de focas.
La única diferencia era que los liberales iban a la misa de cinco para que no los vieran y los conservadores a la misa de ocho para que los creyeran creyentes.
Tampoco renunció nunca a su carrera de soltero insobornable.
Tenía un instinto propio para presentir los puntos álgidos de cada materia, y casi adivinar los que más interesaban a los maestros para no estudiar el resto.
Había escampado, y las estrellas no cabían en el cielo.
Los cariños descomedidos, los miedos irracionales y las esperanzas alegres de los padres.
Sólo ahora, cuando ya pasé por todas las edades que mi padre tuvo en su larga vida, he empezado a verme en el espejo mucho más parecido a él que a mi mismo.
Nadie nos presentó. Unos porque no nos conocían y otros porque no les parecía posible que no nos conociéramos.
Si la poesía no sirve para apresurarme la sangre, para abrirme de repente ventanas sobre lo misterioso, para ayudarme a descubrir el mundo, para acompañar a este desolado corazón en la soledad y en el amor, en la fiesta y en el desamor, ¿para qué me sirve la poesía?
Bautizada por la desmesura bogotana como la mejor esquina del mundo.
Unas ráfagas de ansiedad que me hacían sentir ajeno a mi propio pellejo.
Apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor.
No estaba a gusto dentro de mi pellejo.
Sin darnos cuenta todavía de que aquel desastre colosal no tendría días siguientes.
Dijo la frase histórica que al parecer no dijo nunca, pero queda como suya por siempre jamás: “Para la democracia vale más un presidente muerto que un presidente fugitivo”.
Siempre supo ser lo que quiso: un sabio en la penumbra.
Hoy no encuentro aquellos días en mis recuerdos, y he terminado por creerle más al olvido que a la memoria.
Sólo conservaba los libros que debían leerse para vivir sin remordimientos.
Coplas de don Jorge Manrique a la muerte de su padre. <<<
Estaba segura de que Dios, con su sabiduría infinita, resolvería el problema del mejor modo posible.
Un hombre impresionante que ya parecía ser el fantasma de sí mismo.
Me habían prohibido fumar, pero fumaba en el baño, como escondido de mí mismo.
Yo los sometía a un proceso de simplificación. Consistía en ahorrar espacio por la eliminación no sólo de las palabras inútiles sino también de los hechos superfluos, hasta dejarlos en la pura esencia sin afectar su poder de convicción. Este fue un ejercicio de los más útiles para aprender la técnica de contar un cuento.
Como dijo Germán: empecé a mejorar para mal.
Una región donde lo más natural es lo asombroso.
Cumplió con el deber moral de decirme lo que pensaba.
Un sentido del humor que lo consagró como un maestro del chiste instantáneo, y le permitió ser feliz por el solo hecho de estar vivo.
Para celebrar el nuevo día todos los días.
En nuestra casa, donde lo más insólito parecía siempre posible.
Hasta la realidad se equivoca cuando la literatura es mala –dijo muerto de risa.
Es como haberse muerto con los muertos- dijo una mujer que llevaba una rosa roja. Entonces Pablo debió sentirse autorizado para torcerle el cuello a su pena pues sin decir una palabra entró en su casa y salió con el acordeón.
Con su estilo entre broma y de veras me dijo entonces algo que no olvidé nunca: “Es que la credibilidad, mi querido maestro, depende mucho de la cara que uno ponga para contarlo”.
Conservó el secreto de ser niño hasta su más tierna vejez.
Seis empleados metódicos, cubiertos por el óxido de la rutina.
No nos fue posible encontrar otra historia como aquella, porque no era de las que se inventan en el papel. Las inventa la vida, y casi siempre a golpes.
Nos sentíamos cada vez más lejos del milagro, hasta que pasó tanto tiempo que no nos quedó ni la ilusión.

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