domingo, 31 de julio de 2011

Julio Cortázar en Las armas secretas

Julio Cortázar Las armas secretas

Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de una carta o de un libro.

El roto grabado de La Nación con los sonetos de tantas señoras entusiastas, esa sensación de ya leído, de para qué.

Ese traje cruzado a rayas, esa peinada a la brillantina, esas corbatas de rayón tan cajetillas.

Aunque empleara a veces una voluntad casi terrible en no hacer nada, en no vivir de veras para nada.

Había una rencorosa desconfianza, una expresión de animal que siente que van a abandonarlo en un terreno baldío lejos de la casa, para deshacerse de él.

Entre gritos y manos que sobresalían como si dentro del tren se estuvieran ahogando.

Los buenos servicios

Desde que me empezaron a temblar las manos todo me cuesta mucho más.

Es un médico joven, con ideas muy buenas para los jóvenes. En mi tiempo nadie hubiera creído que el vino era malo.

Estoy tan ocupada… -fruncía la nariz como si las ocupaciones olieran mal-

“Buena suerte quiero verte y quererte, diablo aléjate”.

Amable como una gelatina.

La gente no es mala, y muchas desatenciones se cometen porque no se está en lo que se hace.

Me pregunté si soñaba. Esto no es un modo de decir, cuando veo algo raro siempre me pregunto con todas las letras si estoy soñando.

El tiempo vuela. Uno cree que es lunes y ya estamos a jueves.

Dios me perdonará esto y tantas otras cosas.

Las babas del diablo

De tonto sólo tengo la suerte.

Ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven.

Bajamos por la escalera de esta casa hasta el domingo. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo.

Un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo.

Me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz.

Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías.

Cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento.

Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era.

En el fondo estaba satisfecho de mí mismo.

Aprovechar al fin su miedo para algo útil.

El perseguidor

Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.

La música me sacaba del tiempo.

Hablaba sacando pecho como los domadores de caballos.

Después uno se va a dormir y mañana es otro día.

Ir a un encuentro no puede ser nunca escapar, aunque releguemos cada vez el lugar de la cita.

No se mueve en un mundo de abstracciones como nosotros.

Probablemente ya estará en otra cosa, perdiéndose en una nueva conjetura o en una nueva sospecha.

La voz de la pobre Dédée parece salir de una tetera rajada.

Me lo pregunta como si creyera que entre tanto ha ocurrido algo que bueno, algo que componga las cosas.

Todo ello simplemente porque está en celo y quisiera acostarse con Johnny esta misma noche.

Estoy tan solo como este gato, y mucho más solo porque lo sé y él no.

Lo único que cuenta es dar de sí todo lo posible –digo, sintiéndome insuperablemente estúpido.

Lo único que me consuela agregaba deliciosamente Baby- es que murió contento y sin saberlo.

Después de una carilla entera dedicada a insultar a Tica, que de creerle no sólo sería causante de la muerte de Johnny sino del ataque a Pearl Harbor y de la Peste Negra.

Las armas secretas

Lo ha pensado sordamente, como desde lejos.

Los últimos meses son tan confusos como la mañana que aún no ha transcurrido y es ya una mezcla de falsos recuerdos, de equivocaciones.

Esa aptitud para compartir un momento de vida.

Hasta a la extrañeza es posible acostumbrarse.

Un borracho monologa amistosamente en la calle, balanceándose como si flotara en un agua pegajosa.

Pareces un hongo –dice Pierre con la ternura de todo hombre hacia una mujer que se pone ropas demasiado grandes-.

Hay un silencio de siesta.

El cansancio pesa como un pasajero a sus espaldas.

viernes, 22 de julio de 2011

Anónimo en Cuentos Africanos

Anónimo Cuentos Africanos

El bebé de un avestruz es mucho más valioso que cien crías de pájaro tejedor.

No estoy diciendo que sea imposible. Cualquier cosa puede ser posible hoy en día.

-¡No –contestó el Cuervo- no, yo no te llevaré, no; no podrás contar que haya sido yo el que frutas verdes comiera!

¡No –contestó el Milano- no! No podrás jamás contar que yo haya comido ratas muertas.

Era terca Untombina, y lo más fácil de suponer era que el Monstruo la devorase.

La hija de vuestro rey es esbelta como el árbol de la altura y tan lozana como la fresca hierba que brota después de las lluvias fecundas.

¡Es más astuto que una Comadreja!

Yo fui quién rompió el hueso para que vosotros, niños, os aprovechaseis del meollo.

Una tórtola de negra garganta, de la especie que los basutos llaman kurkundudorú y los bámbaras butumtuba-kanfi.

¿Qué dices, insensato? ¿Quieres darme a entender que ya estás lo suficientemente gordo para servirme de almuerzo?

¡Si yo miento, rómpeme la cabeza, así como la de mi nieto, que ves aquí! ¡Ofrece tu cabeza, pero no la mía! Protestó el nieto.

¿Me habré casado, sin saberlo?… Esta comida es obra de una mujer, sin duda alguna…

Gozó de una existencia paradisíaca en compañía de su bella esposa, que le narraba cuentos maravillosos y le confeccionaba platos exquisitos.

No supo resistir a la tentación de beber.

Más sólo que un leproso.

Una misteriosa y suave música arrullaba sus oídos. Era música más dulce que la de la tórtola llamando a su macho; más suave que el murmullo del viento entre las campanillas en flor.

Avanzó con paso silencioso y con gran cautela, como el leopardo en acecho.



domingo, 17 de julio de 2011

Julio Cortázar en La noche boca arriba

Julio Cortázar La noche boca arriba La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Ya era tarde para las soluciones fáciles. Junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Pasando bajo árboles llenos de pájaros. Era como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. El grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Cuando en vez de techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin.


sábado, 16 de julio de 2011

Jean Paul Sartre en La Náusea

Jean Paul Sartre La Náusea

No tengo que pensar que no quiero pensar. Porque es un pensamiento.

Salgo. ¿Por qué? Bueno, porque tampoco tengo razones para no hacerlo.

Vacila por segunda vez, con terquedad de carnero.

Se sienten felices de estar juntos, felices de que los vean juntos.

La vejez es cuerda, la juventud bella.

¿por qué escribe usted, señor?

¿No se escribe siempre para ser leído?

Mal que le pese, señor, escribe para alguien.

Está tan sólo como yo. Sólo que no se da cuenta de su soledad.

Todas esas mujeres cansadas que se abandonan a la risa y dicen: Es bueno reír.

Todavía tengo miedo, miedo de que me atrape por la nuca y me levante como una ola.

Tengo un miedo horrible de volver a mi soledad.

Estoy solo, solo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte.

Pero ¿qué podía hacer durante todo el día? Y de este sol, de esta tarde, no quedará nada, ni siquiera un recuerdo.

Sentirán suaves roces en todo el cuerpo, como las caricias que los juncos hacen a los nadadores en la ribera.

No soy más que si nunca la hubiera conocido; de golpe se ha vaciado de mí.

Cuando digo “yo” me suena a hueco. Ya no consigo muy bien sentirme, tan olvidado estoy.

Afuera había calles parlantes, con colores y olores conocidos.

A uno le gusta saber qué es de la gente.

Vacila un poco, y se da cuenta de que no tiene nada más que decirme.

Tímida como una aurora.

Nadie podría pensar en mí como yo pienso en ellos, con esta dulzura.

Siento que algo me roza tímidamente y no me atrevo a moverme por temor de que se vaya. Algo que ya no conocía, una especie de alegría.

La negra canta. ¿Entonces es posible justificar la propia existencia? ¿Un poquitito?