lunes, 23 de agosto de 2010

Stephen King seudónimo Richard Bachman Rabia

Stephen King seudónimo Richard Bachman Rabia

Es magnífico ver a alguien llevarse los aplausos.
En las ciudades pequeñas siempre hay mentes estrechas dispuestas a pensar que, de tal madre, tal hija.
La locura es sólo cuestión de medida, y hay mucha gente, aparte de mí, que siente el impulso de hacer rodar cabezas.
Para expresar el horror y la indignación que le había provocado aquel desgarrón en el tejido de su universo.
Había ofendido a la especie de murciélago albino que pudiera tener por alma.
Despiertas como botones de hotel.
Con la vista clavada en mí, como hacen los lagartos.
Pasa de una vida aburrida que parece un sueño a participar en un suceso abrumador, sobrecargado de realidad, y el cerebro se niega a adaptarse a la nueva situación; lo único que cabe hacer es continuar en caída libre y confiar en que, tarde o temprano, se abrirá el paracaídas.
Me dedicó una extraña sonrisa que me hace pensar si estaba preguntándose cómo sabría mi carne.
Era una chica lista como una ardilla.
Todo el que mata a otro está loco.
Si supiera qué me ha impulsado a esto, probablemente no lo habría hecho.
Escriben a los viejos amigos con la menor frecuencia posible.
Como si alguien hubiera soltado una carga de profundidad en su cerebro y hubiese provocado en algún viejo barco hundido una prolongada y siniestra vibración psíquica.
Las sombras de las ramas semejaban grandes dedos que se movían.
Me odiaba por mi propio bien.
El precio de la sinceridad siempre es muy elevado.
Era una de esas mujeres cuyas manos resultan más expresivas que sus palabras.
Sonriendo como si no existiera el mañana.
Recogiendo chismes como los sapos capturan moscas.
Con una sonrisa permanente como una rodaja de limón.
Cuando te haces daño a los cinco años, lo anuncias al mundo con gran alboroto, a los diez, lloriqueas, pero cuando cumples los quince empiezas a tragarte las manzanas envenenadas que crecen en tu árbol del dolor.

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