martes, 15 de diciembre de 2009

Mario Vargas Llosa en Lituma en los Andes

Mario Vargas Llosa Lituma en los Andes Editorial Planeta 1993 Chile
ISBN (Argentina) 950-742.417-2


Un arrebato de tristeza le destempló los dientes.
Era pequeñita y sin edad, de huesos frágiles, como de pájaro. En su cara y en sus ojitos arrugados había algo irrompible.
-Me sentía tranquilo, aliviado. Como cuando uno despierta y se da cuenta de que la pesadilla era sólo pesadilla.


Tenía una voz algo arrastrada, como si, al hablar, de lo profundo de su cuerpo treparan hasta su lengua piedrecitas.
La mujer resopló de nuevo, con un ruidito pedregoso.
Levantando despacio la mano señaló las cumbres que se sucedían, filudas o romas, con sus capuchones de nieve, plomizas, verdosas, macizas y solitarias, bajo la bóveda azul.
-Yo me creo cualquier cosa, mi cabo. A mí la vida me ha vuelto el hombre más crédulo del mundo.
A Pedrito Tinoco le habían dicho alunado, opa, ido, bobo, y, como siempre andaba con la boca abierta, comemoscas. No se enojaba con esos apodos porque él nunca se enojaba con nada ni
con nadie. Y los abanquinos tampoco se enojaban nunca con él pues a todos terminaba por ganárselos su apacible sonrisa, su espíritu servicial y su llaneza. Iba descalzo, con unos pantalones bolsudos y grasosos sujetos con una cuerda, un poncho deshilachado, y no se quitaba de la cabeza un chullo puntiagudo por cuyos contornos se escapaban unos mechones lacios jamás hollados por tijera o peine.
Su espíritu servicial y la frugalidad de su vida le ganaron la aceptación de la gente. Su silencio, su eterna sonrisa, su permanente disposición a hacer lo que le pedían, su aire de estar ya en el mundo de los desencarnados, le daban aureola de santo.
La noche refrescaba con la altura. El cielo hervía de estrellas.


Lituma no lo había visto nunca llegar a ese estado de maceración alcohólica que alcanzaban tantos peones la noche de sábado.
Se detuvo para sacar un cigarrillo. Ofreció otro a su adjunto. Para encenderlos tuvieron que hacer un hueco con sus cuerpos y quepis porque el ventarrón apagaba los fósforos. Corría y ululaba por doquier, como lobos con hambre.
-Los hombres lloran también, cuando hace falta –continuó Lituma-. Así que no te avergüences.
Las lágrimas no vuelven marica a nadie.
-Hasta ahora no puedo imaginármela –dijo Lituma-. No acabo de verla. No me ayuda nada que me digas “Es riquísima”, “Es bestial”. Dame detalles de cómo es, por lo menos.
-Te enamoraste de mí –afirmó Mercedes, entre enojada y compadecida-. Ya voy entendiendo. Los hombres, cuando se enamoran, hacen cualquier locura. Las mujeres somos más frías.

Había un tiempo elástico en el que no ocurría nada.
-La prueba de que lo consideran es que usted y su adjunto están vivos –afirmó Dionisio, con naturalidad, como su dijera el agua es líquida y la noche oscura.
El día avanzaba de prisa y un calorcito estimulante reemplazó el fresco del amanecer. El color de los cerros parecía acentuarse y con los rayos de sol y la nieve algunas cumbres destellaban.


-Y ahora sólo nos faltaba esto –dijo el chofer-. El diluvio universal.
Había empezado a llover con verdadera furia. El cielo se oscureció rápidamente y se llenó de truenos que retumbaban en los montes. Una cortina de gruesas gotas caía contra los cristales y el limpiaparabrisas no alcanzaba a darles visibilidad para evitar baches y aniegos. Avanzaban lentísimo y el vehículo parecía un caballo chúcaro.
Había dejado de llover. Pero el cielo seguía encapotado y se oía, a lo lejos, como desacompasados redobles de tambor, los truenos de la tormenta.
Oyó su voz repetida por el eco, rebotando entre las altas paredes de las montañas que la neblina había vuelto invisibles. Se sentó en un pedrusco y, haciéndose un nidito con las manos para que no se le apagara el fuego, encendió un cigarrillo.
Mejor ir despacio y no romperse una pierna en estas soledades donde no había ni un pájaro para hacerlo sentir a uno menos huérfano.
Se rió de su torpeza, pero en verdad tenía ganas de llorar a gritos. Por los desgarrones en sus manos, pero, sobre todo, porque el mundo, la vida, se le estaban volviendo inaguantables.
Había despejado algo y, a lo lejos y hacia abajo, a través de la grisura del día, Lituma divisó las luces del campamento.
Era de noche y, por los dolores al intentar moverse, tenía la impresión de que le había pasado por encima un auto, triturándole todo lo que tenía debajo de la piel. Pero estaba vivo. Olvidó su cuerpo, hechizado por el espectáculo: miles, millones de estrellas, de todos los tamaños, titilando alrededor de esa circunferencia amarilla que parecía estar luciéndose sólo para él. Nunca había visto una luna tan grande, ni siquiera en Paita. Nunca había visto una noche tan estrellada, tan quieta, tan dulce.
Increíble este silencio, después de ese ruido espantoso. Un silencio visible, que se oía y podía tocar. Fue desentumeciéndose y consiguió sentarse. Se palpó de arriba abajo. No tenía ningún hueso roto, al parecer. Le dolía todo, pero nada en especial. Se había
salvado, eso era lo fantástico. ¿No era un milagro? Ahí estaba, averiado paro vivo.
Se estaba callado, metido en su dentro, y apenas dirigía la palabra a nadie. A unos y a otros les clavaba esa mirada taladradora que a los hombres los hacía desconfiar y a las muchachas asustarnos.

Fumaban sin tregua y cuchicheaban como avispas. La incertidumbre les deformaba las caras y Lituma podía ver en sus ojos el miedo animal que los recomía por dentro.
Un morenito con los pelos como las púas del puercoespín. Las caras se escudaron en esa impenetrabilidad sideral que al cabo lo hacía sentirse un marciano.
Ni niego ni asiento y si me quedo mirando los cerros absorta y con los labios fruncidos, no es porque las preguntas me incomoden. Sino porque ha pasado mucho tiempo. Ya no estoy segura de si fuimos felices o infelices. Felices, más bien, los primeros tiempos, mientras creía que el aburrimiento y la rutina eran la felicidad.
Yo ni me fijaba en nada, yo tenía los huevos en las amígdalas.

Con el ceño fruncido y enjetada, tenía la mirada medio perdida en las cumbres escarpadas que cercaban al poblado.
-Trato de no perder el humor –reconoció Dionisio-. Pese a que, con las cosas que pasan, es difícil no vivir amargado, como todo el mundo.
Lituma sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. El cantinero se lo encendió, con un viejo encendedor de larga mecha cuya llamarada le caldeó al cabo la boca y la nariz. Aspiró una gran bocanada y la expulsó con fuerza, viendo elevarse las volutas de humo en el aire limpio y dorado del ardiente medio día.
A los dos nos atrajo siempre el peligro. ¿No representa la verdadera vida, la que vale la
pena? En cambio, la seguridad es el aburrimiento, es la imbecilidad, es la muerte.
Antes de que la decadencia le ganara la pelea a las ganas de vivir. Aquí hubo mucha vida porque hubo también mucha muerte. Se sufría y se gozaba en abundancia, como debe ser.
Esos llantos que te vienen dormido, por ejemplo. Ahora los entiendo. Y, también, que seas monotemático y no me hables de otra cosa. Lo que se me hace difícil de entender es que, después de una perrada así, después de que Mercedes se largara pese a todo lo que hiciste por ella, todavía la quieras. Tendrías que odiarla con toda tu alma, más bien.
-Un parche tapa otro parche –lo animó Lituma-. En vez de llorar tanto a la piurana, debiste conseguirte otra hembrita sobre el pucho. Así te olvidabas de la ingrata.
-Puta madre –comentó Lituma.
Le contaré otra vez mi amor, desde el principio.
-Puta madre –bostezó Lituma, haciendo chirriar su catre-. ¿Otra vez desde el principio?

La silueta apareció súbitamente entre los eucaliptos de la ladera del frente. La vio de perfil, la vio de frente, anteponiéndose a la bola roja que comenzaba a hundirse en las montañas: el moribundo sol la disolvía, se la tragaba. Pero, a pesar de la resolana que lo hacía lagrimear y la distancia, supo ahí mismo que era una mujer.
Era una mujer sola, no llevaba arma alguna y, además, parecía confusa, sin saber qué dirección tomar. Miraba a derecha y a izquierda, buscando, iba de un lado a otro entre los eucaliptos, dudando, decidiendo un rumbo y rectificando. Hasta que vio a Lituma.
Ahora lo estaba saludando con las dos manos en alto, como si se conocieran y fueran amiguísimos, y tuvieran una cita. ¿Quién era? ¿De donde venía? ¿Adónde iba? ¿Qué podía estar haciendo, en lo alto de ese cerro, en medio de la puna, una mujer que no era india? Porque eso también lo adivinó Lituma al instante: no era india, no llevaba trenzas, ni pollera, ni sombrero, ni manta, sino pantalones, una chompa y encima algo que podía ser una casaca o un sacón y lo que tenía en la mano derecha no era un atadito sino una cartera o maletín. Le seguía haciendo adiós casi con furia, como escandalizada por su falta de reacción. Entonces el cabo alzó la mano y la saludó.
La media hora o tres cuartos de hora que la mujer tardó en bajar la ladera de los eucaliptos y trepar la del puesto, Lituma estuvo con sus cinco sentidos concentrados en la operación, dirigiéndola. Le señalaba con enérgicos movimientos del brazo cuál era la senda que debía seguir, dónde estaba la huella mejor afirmada, la menos resbaladiza, por dónde tenía menos riesgo de rodar y despeñarse, temeroso de que la recién venida fuera a parar en uno de esos resbalones, tropezones y caídas que convertían cada paso que daba en una prueba de equilibrio, en el fondo de la quebrada. Ésta sí que no había andado nunca en los cerros.
Cuando empezó a subir la pendiente de la choza y ya pudo oírlo, el cabo le fue dando instrucciones a voz en cuello: “Por allí, por entre esas piedras panzudas”, “Agárrese nomás, las hierbas resisten, “No se meta por ahí que es puro lodo”. Cuando estuvo a cincuenta metros del puesto, el cabo salió a su encuentro. La ayudó, sosteniéndola del brazo y cogiéndole su maletín de cuero.
Sus ojos observaban las piedras y la ladera alborotada por manchones de hierba. -Se ve bonito desde aquí.
-De lejos es mejor que de cerca –la desanimó el cabo-.
Pudo examinar a sus anchas a la recién venida. Pese a estar tan salpicada de barro y con los cabellos tan alborotados, era una ricura. ¿Hacía cuánto que no veía una hembrita así? Ese color de sus mejillas, de su cuello, de sus manos, le traía una cascada de imágenes de su juventud, allá en su tierra. Y qué ojos, mamacita. Medio verdosos, medio grises, medio no sé qué. Y esa boca con los labios tan marcados. La miró de reojo. Seguía muy seria, explorando la ladera, de un extremo a otro, con sus ojos verdigrises. “Las cosas maravillosas que habrá visto Tomasito dentro de esos ojos, mirándolos de cerquita”, pensó.
-Ya la otra noche lo vi tomadito, pero era por el susto del huayco. Ahora viene a emborracharse con toda la mala intención. Nunca es tarde para comenzar la vida.
Lituma murmuró “Salud”, se llevó la copa a los labios y se la bebió de un trago. La lengua de fuego que le lamió las entrañas le produjo un estremecimiento.
-A usted siempre se lo ha visto aquí con la cara hecha una noche –afirmó la señora Adriana-. Y yéndose a la carrera al poquito de llegar, como alma que lleva el diablo.
-Tranquilito y las manos quietas o no bailo –dijo por fin la señora Adriana, sin enojarse, apartándolo a medias. Una cosa es bailar y otra lo que tu quieres, so conchudo.
Me arrepiento de haberme entercado tanto en saber lo que les pasó a ésos. Mejor me quedaba sospechando. Ahora, me voy y te dejo dormir. Aunque tenga que pasar la noche a la intemperie, para no molestar a Tomasito. No quiero dormir a tu lado, ni cerca de esos que roncan. No quiero despertarme mañana y verte la cara y que hablemos normalmente. Me voy a respirar un poco de aire, puta madre.
Recibió un golpe de viento helado y, pese a su aturdimiento, advirtió que la espléndida media luna y las estrellas iluminaban siempre con nitidez, desde un cielo sin nubes, las astilladas cumbres de los Andes.

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