miércoles, 28 de marzo de 2012

CRISTINA BAJO en Territorio de penumbras



Apenas estoy arrepentida, sólo como para poder comulgar. Ha estado reflexionando sobre la muerte que, ahora lo sabe, no anda muy lejos. Embarga a la señora la preocupación de olvidar los deberes del tránsito a la otra vida. Esa tarde, más lúcida que los días anteriores, su memoria dejó de pasearse por los años de la infancia para recalar en el presente. Un silencio resignado se derramó en la habitación. El crepúsculo sobrevolaba la ciudad como una paloma de alas color índigo. Las ranas comenzaron a croar y los tucos pespunteaban de luces el estanque. Desde el sur, el horizonte arreaba una serie de nubarrones que presagiaban tormenta. Esas desazones de amar y de no saber qué hacer ni para qué lado encarar la tropilla de tus sentimientos. Como si algo presuntamente feliz la esperase en un recodo de la vida. Se adelantó a abrir la puerta; la casa los recibió con una bocanada de aire fresco. La reunión sería en el patio del aljibe, donde se servirían refrescos. Sentía que el costurero, el cepillo, su camisón y la flor componían un hogar. Hace lo que puede a veces y lo que debe casi siempre. La luz dorada del farol nimbaba su cabellera. Ante los gestos, murieron las palabras. Usó el tajo de la palabra, que no derrama sangre, pero que hiere mortalmente. Ni Dios ayuda al que no quiere ayudarse. Ciudad que creció al amparo de la universidad de los jesuitas. Hay veces que me siento condenada a la alegría.

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