lunes, 4 de febrero de 2013

Clemente Onelli Trepando los Andes

Clemente Onelli  Trepando los Andes
Un naturalista en la Patagonia argentina (1903)
La biblioteca, medicina del alma.
Me permito distraer su atención.
Espero de su gentileza me conteste a la brevedad posible.
Están engarzados como joyas miles de lagos que han bebido todo el azul del cielo.
Baqueanos y dueños de tropillas deben a ese cancerbero miles de pesos de veneno alcohólico que les propina en las largas y extenuantes siestas del desierto inactivo.
Durante las tranquilas horas nocturnas se desplomaban sobre los catres vinchucas que ganarían el premio Champion en cualquier exposición de insectos.
Para un gaucho no hay despertador más ruidoso y eficaz que la estrella matutina, el lucero. Cuando ese astro se asoma grande y colorado, el gaucho dormido se despierta, prende fuego y sabe que la alborada está próxima.
Parecían divisarse ríos caudalosos matizados de árboles: era el espejismo; la naturaleza, languideciente por el calor, se dormía y soñaba la falta de sombra y el murmullo de aguas cristalinas.
Recordé las grandes rutas de la humanidad. Las numerosas escamas de sílex y puntas de flechas quebradas. Las osamentas antiguas y nuevas que jalonan el rumbo, las botellas de ginebra vacías, irisadas ya o esmeriladas por la acción del tiempo y de la arena, señalaban ampliamente el camino recorrido durante siglos y siglos por las tribus que precedieron a los pampas y a los araucanos, por estos últimos cuando arreaban después de un malón las haciendas robadas más al Norte y los vestigios del progreso alcohólico de la región.
Un paraje delicioso, sombreado por sauces y cubierto en su totalidad por la flor morada del cardo.
Hacía cinco años que andaba buscando el punto estratégico y más frecuentado sobre el camino, para fundar la casa de negocio que le diera en poco tiempo suficientes ganacias para volver a su tierra rico y mirar por encima del hombro al alcalde, al cura y al sargento de carabineros de su pueblito natal.   
Un grito agudo, un lamento horrible y angustioso de un monstruo agonizante, hiere los oídos y parece que hace temblar con sus vibraciones las hojas inmóviles del bosque dormido; una sorpresa: en una caleta tranquila, seguido de blanca estela, avanza coqueto un vapor, que abusa del silencio solemne para agitar el aire con su sirena.
Trozos enteros de la montaña, por las abundantes lluvias del otoño anterior, se habían deslizado suavemente hacia el bajo. Con el barro se había deslizado hacia el bajo, por más de medio kilómetro, un rancho, ahora abandonado, y que, todo torcido y en ruinas, había seguido las vicisitudes de esa marcha, lo que me hizo pensar: en la cordillera, las casas no son bienes inmuebles.
En el vaho helado de las alturas, el Llanín ceñía aquel día su frente de cándida aureola de nubes.
El volcán era invisible, envuelto en espesas nubes donde el relámpago anunciaba próximas las iras de los elementos.
El indio exclamó en su media lengua: “Quién sabe toro bagual!” (Para los indígenas, ese indeciso “quién sabe” significa la certidumbre de un hecho).
El araucano y el tehuelche tienen las mismas costumbres, sólo que aquél, habitante de tierras más fértiles y de climas más benignos, es nómada por excepción y, en consecuencia, es también un poco agricultor; el segundo está obligado a cambiar periódicamente de sitio para dar alimento a sus grandes yeguadas y a sus pocas ovejas; además, el campo inmenso y despoblado, donde abunda el guanaco y el avestruz, lo invita a la caza, de la que saca casi exclusivamente sus medios de vida.
Una niña elegía en su alhajero las mejores joyas para adornarse; éste era la piel reseca de una ubre de vaca, cuyos pezones endurecidos servían de pie al alhajero.
Me trajeron una niña enferma de oftalmia, a la cual receté huir del humo de los fogones, y entregué a la madre un colirio prescribiéndole en su estilo la aplicación: “Cuando el sol nace mójale con esta agua los ojos; cuando la sombra del toldo es más pequeña, mójale con esto los ojos; cuando el sol desaparece tras de la montaña, mójale los ojos”. Creía haber adaptado al espíritu indígena el precepto de curarle tres veces por día, pero la india me preguntó: “¿Y si está nublado?”
El “Golondrina”, mandado por los tenientes Gutero y Yalour, levantaron la costa de fjords hasta entonces del todo desconocidos y revelaron que el Pacífico penetra con sus canales por muchos cientos de millas en el corazón del continente.
El teniente Yalour, oficial estudioso y con todas las cualidades de un atrevido y sereno lobo de mar, hizo en esa expedición tesoros de experiencia para, más tarde, desempeñarse airoso en la navegación del mar ignoto del círculo polar austral a bordo de la “Uruguay”.
Era un santo y un mártir de paciencia. Entre los hombres llaman a tal santidad zoncera y a la paciencia, virtud de los burros.


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