Clemente Onelli
Trepando los Andes
Un naturalista en la Patagonia argentina (1903)
La biblioteca, medicina del alma.
Me permito distraer su atención.
Espero de su gentileza me conteste a la brevedad
posible.
Están engarzados como joyas miles de lagos que han
bebido todo el azul del cielo.
Baqueanos y dueños de tropillas deben a ese cancerbero
miles de pesos de veneno alcohólico que les propina en las largas y extenuantes
siestas del desierto inactivo.
Durante las tranquilas horas nocturnas se desplomaban
sobre los catres vinchucas que ganarían el premio Champion en cualquier
exposición de insectos.
Para un gaucho no hay despertador más ruidoso y eficaz
que la estrella matutina, el lucero. Cuando ese astro se asoma grande y
colorado, el gaucho dormido se despierta, prende fuego y sabe que la alborada
está próxima.
Parecían divisarse ríos caudalosos matizados de
árboles: era el espejismo; la naturaleza, languideciente por el calor, se
dormía y soñaba la falta de sombra y el murmullo de aguas cristalinas.
Recordé las grandes rutas de la humanidad. Las
numerosas escamas de sílex y puntas de flechas quebradas. Las osamentas
antiguas y nuevas que jalonan el rumbo, las botellas de ginebra vacías,
irisadas ya o esmeriladas por la acción del tiempo y de la arena, señalaban
ampliamente el camino recorrido durante siglos y siglos por las tribus que
precedieron a los pampas y a los araucanos, por estos últimos cuando arreaban
después de un malón las haciendas robadas más al Norte y los vestigios del
progreso alcohólico de la región.
Un paraje delicioso, sombreado por sauces y cubierto
en su totalidad por la flor morada del cardo.
Hacía cinco años que andaba buscando el punto
estratégico y más frecuentado sobre el camino, para fundar la casa de negocio
que le diera en poco tiempo suficientes ganacias para volver a su tierra rico y
mirar por encima del hombro al alcalde, al cura y al sargento de carabineros de
su pueblito natal.
Un grito agudo, un lamento horrible y angustioso de un
monstruo agonizante, hiere los oídos y parece que hace temblar con sus
vibraciones las hojas inmóviles del bosque dormido; una sorpresa: en una caleta
tranquila, seguido de blanca estela, avanza coqueto un vapor, que abusa del
silencio solemne para agitar el aire con su sirena.
Trozos enteros de la montaña, por las abundantes
lluvias del otoño anterior, se habían deslizado suavemente hacia el bajo. Con
el barro se había deslizado hacia el bajo, por más de medio kilómetro, un
rancho, ahora abandonado, y que, todo torcido y en ruinas, había seguido las
vicisitudes de esa marcha, lo que me hizo pensar: en la cordillera, las casas
no son bienes inmuebles.
En el vaho helado de las alturas, el Llanín ceñía
aquel día su frente de cándida aureola de nubes.
El volcán era invisible, envuelto en espesas nubes
donde el relámpago anunciaba próximas las iras de los elementos.
El indio exclamó en su media lengua: “Quién sabe toro
bagual!” (Para los indígenas, ese indeciso “quién sabe” significa la
certidumbre de un hecho).
El araucano y el tehuelche tienen las mismas
costumbres, sólo que aquél, habitante de tierras más fértiles y de climas más
benignos, es nómada por excepción y, en consecuencia, es también un poco
agricultor; el segundo está obligado a cambiar periódicamente de sitio para dar
alimento a sus grandes yeguadas y a sus pocas ovejas; además, el campo inmenso
y despoblado, donde abunda el guanaco y el avestruz, lo invita a la caza, de la
que saca casi exclusivamente sus medios de vida.
Una niña elegía en su alhajero las mejores joyas para
adornarse; éste era la piel reseca de una ubre de vaca, cuyos pezones
endurecidos servían de pie al alhajero.
Me trajeron una niña enferma de oftalmia, a la cual
receté huir del humo de los fogones, y entregué a la madre un colirio
prescribiéndole en su estilo la aplicación: “Cuando el sol nace mójale con esta
agua los ojos; cuando la sombra del toldo es más pequeña, mójale con esto los
ojos; cuando el sol desaparece tras de la montaña, mójale los ojos”. Creía
haber adaptado al espíritu indígena el precepto de curarle tres veces por día,
pero la india me preguntó: “¿Y si está nublado?”
El “Golondrina”, mandado por los tenientes Gutero y Yalour,
levantaron la costa de fjords hasta
entonces del todo desconocidos y revelaron que el Pacífico penetra con sus
canales por muchos cientos de millas en el corazón del continente.
El teniente Yalour, oficial estudioso y con todas las
cualidades de un atrevido y sereno lobo de mar, hizo en esa expedición tesoros
de experiencia para, más tarde, desempeñarse airoso en la navegación del mar
ignoto del círculo polar austral a bordo de la “Uruguay ”.
Era un santo y un mártir de paciencia. Entre los
hombres llaman a tal santidad zoncera y a la paciencia, virtud de los burros.
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