sábado, 12 de septiembre de 2009

Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez Cien años de soledad Sudamericana Bs As Marzo 1995
ISBN 950-07-0029-8

Se casaron con una fiesta de banda y cohetes que duró tres días.
Sus manos parecían dudar de la existencia de las cosas.
El martilleo atormentador y el estrépito constante de los listones de madera cesaron en un silencio de asombro, ante el orden y la limpieza de la música.
La muerte de Remedios no le produjo la conmoción que temía. Fue más bien un sordo sentimiento de rabia que paulatinamente se disolvió en una frustración solitaria y pasiva.
Llegó inclusive a desearlo como hombre de dormitorio.
El presidente de la república se negó a asignar las pensiones de guerra a los antiguos combatientes, liberales o conservadores, mientras cada expediente no fuera revisado por una comisión especial, y la ley de asignaciones aprobada por el congreso. “Esto es un atropello”, tronó el coronel Aureliano Buendía. “Se morirán de viejos esperando el correo”.
El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.
Era inmune a toda clase de sentimientos apasionados, y mucho más a los ajenos.
Había necesitado muchos años de sufrimiento y miseria para conquistar los privilegios de la soledad, y no estaba dispuesta a renunciar a ellos a cambio de una vejez perturbada por los falsos encantos de la misericordia.
Uno no se muere cuando debe, sino cuando puede.
Algo que ella misma no lograba definir pero que concebía confusamente como un progresivo desgaste del tiempo. “Los años de ahora ya no vienen como los de antes”, solía decir, sintiendo que la realidad cotidiana se le escapaba de las manos.
Se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas. Más tarde había de descubrir el auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas con una fuerza mucho más convincente que los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir. Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega.
Regresaba a su memoria cada vez más nítido a medida que envejecía, como si el trancurso del tiempo lo hubiera ido aproximando.
Pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento.
Le había infundido la serenidad esponjosa de la inapetencia.
Viéndolo trabajar en aquella forma, como nunca soñó que pudiera hacerlo, Fernanda creyó que su temeridad era diligencia, y que su codicia era abnegación y que su tozudez era perseverancia, y le remordieron las entrañas por la virulencia con que con que había despotricado contra su desidia.
Se había abierto una grieta de escalofrío.
Se lamentaban de cuánta vida les había costado encontrar el paraíso de la soledad compartida.
La sabiduría no valía la pena si no era posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos.
Se le veía con un abrigo oscuro y una bufanda de seda, pálidode sí mismo y taciturnado por la ausencia, en la cubierta de un barco de pesadumbre que empezaba a sonanbular por océanos otoñales.
Permanecían en silencio hasta el anochecer, el uno frente a la otra, mirándose a los ojos, amándose en el sosiego con tanto amor como antes se amaron en el escándalo. La incertidumbre del futuro les hizo volver el corazón hacia el pasado.
El párroco lo midió con una mirada de lástima.
-Ay, hijo –suspiró-. A mí me bastaría con estar seguro de que tú y yo existimos en este momento.

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