miércoles, 27 de enero de 2010

Marco Denevi en "Lo mejor de Marco Denevi"

Marco Denevi Lo mejor de…
Cuentos Selectos de Marco Denevi. Corregidor. 1998. Bs. As. Argentina.
ISBN: 950-05.1111-8

Media hora después él abría la puerta de un cuchitril en Almagro, encendía la luz, abrazaba a una muchacha medio dormida que gemía:
-Tan tarde… Y venís así de sopetón…

…tu propia madre, viste, hasta en tu propia madre eso del sacrificio y el amor es una manera egoísta de realizarse.
-O sea que el amor es el cuento del tío por el que de pronto te venden lo que vos no querías ni regalado.
Se copiaban una con otra las modulaciones de voz, los gestos, los o sea, los de pronto. Todo, para ellas, era de alguna manera, no se sabía nunca de cuál manera. Hubo un momento en que, seguramente hartas de ese juego de monos, se trenzaron en una discusión.

El la abrazaba bien fuerte, le fraguaba en la oreja un jadeo de excitación, la asediaba de músculos.

Nos halagaba contar en la familia con esos dos ejemplares, pero allá en el Trópico, de modo de poder sentir pánico sin correr ningún peligro.
“Querido hermano y apreciada cuñada: Hace ocho días murió Fagés atropellado por un sulky. Liquidé la herboristería. Viajo con Dulcina el próximo sábado para Buenos Aires. Espérenme en la estación del tren. Saludos. Alexia Catasús y Piedraflores viuda de Fagés.
Aquel viuda intercalado en la firma le parecía prematuro y un poco jactancioso, y que toda esa prisa para liquidar el negocio de hierbas y venirse a Buenos Aires le caía mal, como una falta de respeto para un muerto que apenas contaba con ocho días de muerte.
Chicos –dijo mamá-, vayan a jugar.
Nosotros salimos a la vereda. Nosotros éramos Fernando de la Medalla Milagrosa, Matilde, Geni, el Santos Amores y Aguedita.
El Santos Amores distribuía salivazos, porque estaba en una época en que creía que escupir le daba patente de de hombre.
-Yo sé cómo hay que tratar a las brujas para que no te molesten –maculló Fernando.
-¿Cómo? –le preguntamos.
-No hay que mirarlas nunca en los ojos. Y cuando te hablan, hacé los cuernos sin que ellas se den cuenta y pensá: “Diablo diablo ni te miro ni te hablo”.
Más tarde le confiaría en secreto al Santos Amores:
-Esa Dulcina cuando sea grande no se va a poder casar.
-¿Por?
-Porque las brujas están cerradas por abajo.
Y el Santos Amores le cobró gran pavor a Dulcina que estaba cosida como una bolsa.
-Un viaje horrible –oímos que suspiraba, y movió en el aire unas manos largas y planas como arenques ahumados.
Ella nos rozaba la frente con unos labios de celuloide frío y murmuraba:
-Qué bien. Qué bien.
-El hombre ha sido creado de la tierra y huele bien –dijo muy seria y casi enfadada-. En cambio la mujer ha sido creada de la carne y huele mal. Por eso las mujeres debemos perfumarnos y los hombres no. Por eso.
Trataba a mamá con toda deferencia, la llamaba tía querida y, cuando mamá hablaba, ella rubricaba cada frase con enérgicos movimientos de cabeza y sacudidas de pelo y hasta uno que otro tajante cuán verdad es. Pero mamá se empecinaba en crispar la cara como un puño.
Aquí no hay calefacción. Luego de cinco días de lluvia mi cuarto a empezado a derretirse y a chorrear como una vela de sebo. Las paredes se han puesto esponjosas y como miga de pan, los muebles están blandos y del techo caen lentos goterones. Cinco días que no abandono casi la cama. Se me terminaron las galletitas, el queso y el café, pero no importa porque con la humedad las galletitas ya eran de felpa vieja, el queso sabía a jabón de tocador y el café a purgante.
En estos días sólo he leído los diarios. Son todos diarios atrasados pero tampoco me importa. Al contrario, me hace bien leer diarios atrasados. Me siento a salvo de los crímenes, las muertes y las catástrofes que a los demás los han ido alcanzando y en cambio yo los leo en los diarios que dicen hoy sucedió, hoy se cayó tal avión, hoy hubo un incendio, hoy estalló una bomba, hoy, hoy, hoy, y para mí es ayer o antes de ayer, y aquí estoy, salvada, al margen de ese hoy que se come a los vivos. Leyendo diarios viejos me siento casi eterna.
Buenos Aires no es una ciudad para poetas. Aquí todo el mundo tiene la vista fija en un punto a mi derecha o a mi izquierda, nadie en mí. Avanzo entre esas miradas como entre las paredes de un túnel abierto sólo para mí. Qué risa, soy la mujer invisible.
No se preocupe, viajaré. Necesito no seguir siendo una mujer que en la sala de espera de una estación simula aguardar la llegada o la partida de un tren y entretanto está ahí sentada lo mismo que una pordiosera o una prostituta.
Al verme entrar se levantaba, me besa en la mejilla con sus labios de goma húmeda, me ayudaba a quitarme el abrigo y me decía qué elegante estás y qué bien te queda el pelo color Tiziano. Pero no me miraba, miraba siempre las otras mesas como si buscase o temiese la presencia de alguien, y al rato ya se ponía malhumorado y yo sentía que me detestaba. Hasta que descubrí que sus miradas en redondo pasaban muchas veces por encima de algún muchachito de esos de blue jeans. Entonces me despedí de él para siempre sin explicarle por qué me despedía ni él me lo preguntó, y desde hace años me despierto pensando en él o me duermo pensando en él, pero no lo desprecio aunque no lo amo.
Estaré todo el día de pie en una esquina de Corrientes hasta que, al anochecer, un hombre vestido con sobretodo negro de auriga, maloliente de seborrea y vetustos alcanfores, se detendrá cerca de mí, pondrá cara de sufrimiento y de ganas de orinar, simulará que mira pasar los automóviles y al fin se dará vuelta y me colgará los ganchos oxidados de sus ojos. Entonces le sonreiré, empezaré a caminar y el hombre se vendrá detrás de mí.

Era un tipo que a ella le pareció extranjero, turista, y de lo más buen mozo, aunque de físico un tanto desgalichado como si acabase de sufrir los sacudones del crecimiento.
Masticaba (un caramelo, supuso) con toda la boca y un lánguido pistoneo de mandíbulas, daba la impresión de un hombre dotado de indolencia o de un aburrimiento un poco engreído.
Miraban a Reina en un silencio de chiquilines que asisten a un parto y no saben qué es eso. Quizás en el fondo de esa pasmosidad palpitaba el terror, la casi religiosa fascinación que desde tiempos antiguos suscitaban, en la gente simple, quienes real o supuestamente saltan de un sexo a otro o los reúnen a los dos.
Los viejastros de la primera fila se encuadernaban de miedo.
Estos pensamientos le servían a Reina para no pensar en lo otro. Lo otro sería demasiado maravilloso. Le daba miedo. Y sin embargo lo otro se le metía entre los pensamientos como el sonido de un timbre en una conversación.
Alcanzó a ver que él tenía los ojos trabados en un torniquete de la mayor atención y que por la boca ondulosa ya se le diseminaba la sonrisa del hombre que está en el negocio.
A ella seguía dedicándole aquél interés concentrado en los ojos casi bizcos de tan vigilosos, aquella tenue sonrisa de captar la matufia. Y cuando Reina Coral hizo mutis, se repitió el solitario aplauso y los babiecas lo dilataron con el suyo.
Cuando la vieron regresar al camarín con cara de iglesia y un pasito corto como de pisar cascotes, más de una bataclana y hasta más de un libélulo sintieron que les hervía la sangre ante tamaña injusticia del destino, y ya no disimularon los comadreos irónicos o rencorosos.
Volvió al camarín con la cara de misa y el pasito corto de pisar pedreguyo, ya indiferente a las miserias del Cosmopolita como a la toalla sucia que uno deja abandonada en el cuarto de un hotel.
Esta vez el público no esperó que nadie lo catequizase: la ovación vino solita.
Saldrían un rato después, en parejas, a casoriarse de facto en algún hotel de la zona o en un cotorro los menos.
Vestidos con fúnebre severidad, perfumados y algunos hasta manicurados, dueños de un anillo y de un negro chambergo, no engañaban a nadie: cualquiera les olfateaba desde lejos la trementina de alguna delincuencia solapada y vil.
Esos extranjeros la buscaban porque para ellos la mujer ideal sería otro hombre pero que tuviese entre las piernas lo que tienen las mujeres, y ella daba el tipo justo. Sabían que en la cama ella se comportaría lo mismo que un hombre y todavía mejor, con un gran sentimiento de la iniciativa y de los socorros mutuos, y no como la mayoría de las mujeres, que se creen las ayudantes de un prestidigitador al que le alcanzan la galera y después se ponen a esperar qué es lo que el otro sacará de adentro. En cambio, ella aportaba al negocio de la cama el capitalito de la mujer y la mano de obra del hombre.
A medida que la vuaturé avanzaba por esa calle de avería, los que buscaban al pariente se detenían para verla pasar y después seguían estudiándola con preocupación, como si maliciasen que en la vuaturé se les fugaba el deudo. Los hombres de los umbrales, los marineros de licencia, los jovencitos en la incubadora, todos adoptaron el aire sombrío de quien ve venir a su rival y titubea entre la cobardía y el coraje.
Más de un ojo desvelado hizo brillar, al paso de la vuaturé, su nácar de curiosidad y de azoramiento. Hasta los cornudos tangos babeados desde la penumbra de los dancings, hasta los boleros adúlteros y las marimbas sensuales parecían interrumpirse un momento, a la vista de Reina Coral.
Con la clarividencia que da la mala vida, lo había adivinado.
Era como salir de lo que ya había sucedido y entrar en lo que estaba por suceder. Atrás quedaba una memoria de malos recuerdos, enfrente no había recuerdos sino esperanzas.
Freddy se había secado y de golpe se había vuelto un jovato que era más de Dios que de nosotros, te juro, por la enfermedad.
Cuando el punto apareció aquella noche, toda la mariconería de la barra hizo silencio, calculá cómo sería, y le clavó los carozos. Después meta codearse entre ellos y mover las plumas. O como decía Gastón: sacaron las polveras. Uno bueno para cargar a los maricones. Pero el punto no miraba a nadie. Me miraba a mí, sabés, a mí desde el primer momento.

Los ocho conocían el secreto. El hombre que iba a la peluquería deseaba que le cortaran el pelo, pero, al revés de la mujer, no le gustaba que se notase. Un hombre con el pelo recién cortado se sentía ridículo, un poco descubierto en alguna intimidad que habría debido permanecer oculta o disimulada. La habilidad de un peluquero de hombres radicaba en saber cortar el pelo al cliente y parecer que no se lo había cortado sino que el pelo, por sí mismo, había recobrado su justa medida.
Esa era Yayá. Trabajaba en la peluquería de don Musú desde que el rango de la clientela exigió una manicura. En los primeros tiempos los ocho oficiales de turno, algunos clientes (argentinos, extranjeros, pero nunca un inglés), hasta don Musú, le hicieron ciertas invitaciones, ciertas veladas proposiciones que ella, sin ofenderse pero con cara de no haber comprendido de qué estaban hablándole, invariablemente rechazó. Menos mal. Porque ellos se habían sentido obligados a hacérselas, casi por compromiso, por el compromiso con el destino que a unos los fabrica hombres y a otras las fabrica mujeres, y si Dios inventó a los hombres y a las mujeres por algo será, de modo que, con ganas o sin ganas, hay que cumplir con Dios. Pero nadie deseaba que Yayá aceptase.
No era linda. Tampoco era fea. No era ni linda ni fea. Era gorda de cuerpo y flaca de piernas y brazos. Pésima combinación. El pelo, paja seca. Los ojos, ceniza fría. Se vestía mal, como si usara la ropa que le habían prestado otras mujeres de distintos talles y estaturas.
¿No hay, en una peluquería, navajas, tijeras, vaporizadores y frascos de agua colonia? Pues en la peluquería de don Musú también había una Yayá, la manicura.
Don Musú pasaba entre la doble fila de sillones, rumbo al cuartito de baño, y el cliente al que en ese momento atendía Yayá, supongamos que fuera el señor Paolini, el corredor de Bolsa, le preguntaba:
-Don Musú, ¿cómo anda de la próstata?
Don Musú se detenía, entornaba los párpados de hipopótamo, echaba hacia fuera el belfo equino, se lamentaba:
-Mal, mal. Meo como un cane: un chorrito en cada árbol.
Y hay que oír a Nicola cuando Ninú le dice:
-Eh, Nicola. No está bien que un hombre se las arregle solo. La mano derecha es una mala mujer. Va a terminar con vos.
Yayá, como no la toman en cuenta, ha sido testigo de algunos episodios que los paisanos de Beppe no ventilarían en presencia de nadie que no fuese uno de los suyos, y menos de una mujer. Por ejemplo, un día oyó que Pelusa le decía a Giolá:
-Beppe va a terminar en cafúa. Anoche fue un chico de doce años.
Después siguieron hablando en su endiablado dialecto y ya no pescó una palabra más. No importa. Lo que comprendió le basta. Sabe qué significa cafúa. Y la asociación entre la cárcel, Beppe y un chico de doce años le revuelve las tripas.
¿Quién sabe lo que guarda el corazón de su prójimo? Creemos conocer a alguien porque, según él mismo lo dice o porque nosotros lo presumimos, nos ha abierto su corazón. Si uno pudiera espiar dentro del corazón ajeno, incluso dentro del corazón de aquellos que más nos jactamos de conocer, descubriría quizá lo que nunca habría esperado encontrar: yacimientos de tesoros o de escorias que nos colmarían de estupor y convertirían, a ese conocido, en una criatura extraña con la que nuestros antiguos lazos han quedado deshechos.
Se llama o se hace llamar Coralín. Es una jovencita que no será hermosa, que no tiene ninguna educación, que habla con un procaz acento arrabalero, pero que es dueña de un arsenal de atributos físicos que maneja como un boxeador manejaría los puños en una pelea.
Yayá, simplemente, ha comprendido. Ha comprendido que la mujer, que una sola mujer es más fuerte que todos los hombres juntos, y de ahí que los hombres necesiten apretarse entre ellos como niños débiles y asustadizos, necesiten fanfarronear y bravuconear y hablen del amor como de una matufia urdida por ellos para hacer caer a las mujeres en la celada del sexo. Si es una buena mujer, sin decir nada, al contrario, fingiendo someterse al simulacro de la sexualidad, atraerá al hombre hasta la obra del amor.
De modo que en el corazón de Yayá la muerta escoria de las ilusiones pisoteadas se volatilizó y debajo reapareció, intacta, la capacidad de amar.
Por eso es posible que uno fantasee un poco, que imagine que un hombre, un obrero, un vecino del barrio le propone matrimonio a Yayá y que Yayá no le da la seca respuesta que en otros tiempos tenía preparada:
-Disculpe, pero estoy de novia.
No. Supondremos que Yayá le dice:
-Muchas gracias, acepto.

-Virgen santa –y empezó a llorar- Te volviste loco, Avelino, y sin avisarme.
El viejo no está para el apuro, vicio de jóvenes y de atolondrados.

La noche deslunada, la otra nochecita de los árboles de la vereda, los ensimismados conventillos y algún persistente baldío amontonan oscuridad.
Y él sabe que Dormicio será en Palermo un distraído silencio, pero en el sur es un retumbo.
Lástima que tanta hazaña esté condenada al olvido si antes no la rescata la escritura, memoria menos infiel que la de los hombres.
Aquí está el viejo y el viejo le promete al recuerdo de Dormicio la perennidad, de todos modos dudosa y frágil, de la letra impresa.
Hasta que empieza a desmoronarse un batifondo. Surgen resplandores atropellados. Pasa el último o el primer tren de la noche. Durante una fracción de tiempo que al viejo se le antoja la eternidad entera, los envuelve el bochinche, la girándula de espantadas luces.
Acaso la literatura, acaso mi literatura, rectifica, no cumpla otra misión que la de perfeccionar el pasado para que el porvenir se proponga no ser menos.

Axinia, en cambio, no sabía qué hacer y, por las dudas, le lanzaba a aquel intruso un ceño de esfinge que ya ha preguntado y ahora aguarda la respuesta, antes de devorar a quien no conteste bien.
A la gente pobre le basta un poco de compañía y sentirse momentáneamente a cubierto de la maldición del trabajo para ser feliz.

Sólo los viejos no imaginaron nada: el espectáculo era demasiado enigmático para sus años, de modo que se conformaron con presenciarlo.

Quién es el hombre que no oculta, en el secreto de su corazón, un recuerdo que se mantiene allí sepulto durante años y años hasta que un día, porque se escucha una música, porque se huele un perfume o se paladea un sabor, aquel recuerdo despierta como una hemorragia y no es el recuerdo de ninguna cosa en particular, de un rostro, de un patio, o de un amor, de un dolor, de una fiesta, sino sólo el recuerdo de uno mismo cuando era joven y era bueno y nadie había muerto todavía.

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