Jorge Luis Borges El Libro de Arena ISBN: 84-487-0471-1 Impreso en España. Marzo de 1998. Barcelona. Alianza Editorial, S.A. Madrid.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento.
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto.
No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo.
Lo que decimos no siempre se parece a nosotros.
Me dijo que le gustaba salir a caminar sola. –A mi también. Podemos salir juntos los dos.
Ya estaba enamorado de Ulrica: no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Ahora estoy solo. No me duele la soledad; bastante esfuerzo es tolerarse a uno mismo y a sus manías. Noto que estoy envejeciendo; un síntoma inequívoco es el hecho de que no me interesan o sorprenden las novedades.
Presiento que la haraganería y la torpeza me obligarán, más de una vez, al error.
Me he acostumbrado a Buenos Aires, ciudad que no me gusta, como quien se acostumbra a su cuerpo o a una vieja dolencia.
No hay un pueblo de la provincia que no sea idéntico a los otros, hasta en lo de creerse distinto. Las mismas casas bajas, como para que un hombre a caballo cobre más importancia.
¿Y cómo se llamaba tu padre? -No se llamaba.
No importa leer, sino releer.
La gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante.
Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía sin amargura que éstos no lo extrañaban.
Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos museos de minucias efímeras.
Se había dicho que un hombre no debe pensar en mujeres, sobre todo cuando le faltan.
La memoria hace de cada cual un espectador y un actor.
No me duele la soledad, bastante esfuerzo es tolerarse a uno mismo y a sus manías.
Ejercía diversas soberbias.
No le dejé mi dirección para eludir la angustia de esperar cartas.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.
Una señora de respeto, trajeada enteramente de negro.
Cuando una cosa es verdad basta que alguien la diga una sola vez para que uno sepa que es cierto.
Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos.
Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento.
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto.
No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo.
Lo que decimos no siempre se parece a nosotros.
Me dijo que le gustaba salir a caminar sola. –A mi también. Podemos salir juntos los dos.
Ya estaba enamorado de Ulrica: no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Ahora estoy solo. No me duele la soledad; bastante esfuerzo es tolerarse a uno mismo y a sus manías. Noto que estoy envejeciendo; un síntoma inequívoco es el hecho de que no me interesan o sorprenden las novedades.
Presiento que la haraganería y la torpeza me obligarán, más de una vez, al error.
Me he acostumbrado a Buenos Aires, ciudad que no me gusta, como quien se acostumbra a su cuerpo o a una vieja dolencia.
No hay un pueblo de la provincia que no sea idéntico a los otros, hasta en lo de creerse distinto. Las mismas casas bajas, como para que un hombre a caballo cobre más importancia.
¿Y cómo se llamaba tu padre? -No se llamaba.
No importa leer, sino releer.
La gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante.
Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía sin amargura que éstos no lo extrañaban.
Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos museos de minucias efímeras.
Se había dicho que un hombre no debe pensar en mujeres, sobre todo cuando le faltan.
La memoria hace de cada cual un espectador y un actor.
No me duele la soledad, bastante esfuerzo es tolerarse a uno mismo y a sus manías.
Ejercía diversas soberbias.
No le dejé mi dirección para eludir la angustia de esperar cartas.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.
Una señora de respeto, trajeada enteramente de negro.
Cuando una cosa es verdad basta que alguien la diga una sola vez para que uno sepa que es cierto.
Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos.
Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
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