Stephen King La historia de Lisey
2ª ed. Bs. As. : Plaza y Janés, 2007 608 p. 23 x 16 cm. (Éxitos) ISBN 978-950-644-111-1
La historia de Lisey, probablemente la novela más personal y más intensa de Stephen King, explora los orígenes de la creatividad, la tentación de la locura y el lenguaje secreto del amor.
Si yo fuera luna, sabría donde ponerme.
D. H. Lawrence,
El arco iris
Ninguna de las hermanas de Lisey era inmune a los placeres que proporciona meter cizaña (“hurgar en la porquería”, como siempre decía su padre) o chismorrear sobre los trapos sucios ajenos.
A Lisey aún le costaba asimilar que llevaba dos años muerto; tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida y al mismo tiempo de que apenas si había pasado un suspiro.
Lisey poseía lo que sin duda se cifraba entre los talentos humanos más infrecuentes: no se entremetía en los asuntos de los demás, pero al mismo tiempo no le importaba demasiado que los demás se metieran en los suyos.
El sentimiento que la embargaba con mayor intensidad era el desaliento, como si hubiera subestimado la tarea que debía realizar o sobrestimado (por mucho) su capacidad de llevarla a cabo hasta su inevitable conclusión.
Estar sola después de haber estado en pareja era raro de narices. Habría dicho que dos años bastarían para disipar esa sensación de extrañeza, pero no era así. Tendida en la cama que antes había albergado a dos personas, Lisey pensó que el momento más solitario era aquel en que despertabas y descubrías que seguías teniendo la casa entera para ti solita. Que tú y los ratones erais los únicos seres que seguíais respirando en ella.
Fuera de sus ámbitos de especialización, los académicos adolecían de una extraña falta de curiosidad.
El neurólogo al que por fin se animó a consultar le explicó que olvidar el momento de un suceso traumático era moneda corriente, que las personas que se recuperaban de tales episodios a menudo descubrían que había un tramo quemado en la película de sus recuerdos. En algunos casos resurgían imágenes y fragmentos inconexos años o incluso décadas más tarde. El neurólogo lo calificó de mecanismo de defensa.
Fuera de la habitación del motel, los perros, todos y cada uno de los putos perros de Nashville, a juzgar por el estruendo, siguieron ladrando mientras el sol se ponía por entre la neblina anaranjada de agosto para dar paso a la noche.
Uno de esos hombres que parecen mayores de lo que son, no solo porque han perdido mucho cabello y ganado mucha panza de forma prematura, sino sobre todo porque se empeñan en rodearse de una aureola tan sofocante de solemnidad que incluso sus bromas suenan como la lectura de las cláusulas de una póliza de seguros.
En ocasiones, Lisey percibía algo y al alzar la cabeza encontraba la mirada solemne de Scott clavada en ella, como si todavía constituyera un misterio para él.
¿Cuántos años hacen falta para que el estúpido peso del tiempo acabe con la emoción del matrimonio? ¿Cuánta suerte hay que tener para que el amor gane la partida al tiempo?
La multitud retrocede… a regañadientes, se le antoja a Lisey. Le parece que no quieren perderse ni una gota de sangre.
-¿Cómo está, querida?
-Intentando sobrevivir –replica ella sin volverse.
A fin de cuentas, ¿no es siempre hermosa la valentía?
A nadie le gustan los payasos a media noche.
Lisey percibía el tono intimidatorio de su voz y se detestó a sí misma. Esa era otra de las repercusiones que el dinero tiene sobre una al cabo de diez o veinte años; te hace creer que tienes el derecho de abrirte paso a hostias para salir de cualquier aprieto.
Era alucinante hasta qué punto la muerte de tu marido podaba el catálogo de amistades.
-Lo que duele es el amor –declaró Amanda en tono solemne… y de repente lanzó una risita que aligeró el corazón de Lisey.
Tanto la sonrisa casi desvanecida como el dolor creciente que empañaba sus ojos le decían cuánto la amaba Scott, y sabía que ello acrecentaba su poder para hacerle daño.
Así de cerca había estado de pasar esa noche sola en la cama. La idea le produce la misma sensación que asomarse a una ventana muy alta.
¿Cómo es el dicho? Lo peor no es que hablen mal de ti, sino que no hablen.
“más falsa que una patada de culebra”
Eso es lo que consigue el dinero, pensó. Te convierte en la más lista, en la jefa.
No había pensado lo que diría, en atención a otra de las Reglas de Landon, según la cual solo debía planearse lo que se iba a decir en el caso de una disensión leve. Cuando estabas realmente furioso, cuando tenías ganas de arrancarle los ojos a alguien, como suele decirse, por lo general era mejor dejar que la cosa fluyera por sí sola.
La mente exhausta es la presa más fácil de la obsesión.
El que dijo que mal de muchos, consuelo de tontos era un imbécil. En cambio, el que dijo todo lo que puede salir mal saldrá mal, ese sí que sabía lo que se decía.
Se enjugó las lágrimas que a fin de cuentas no había logrado contener y que le resbalaban por las mejillas. Por lo visto, investigar el pasado era una tarea mojada.
No existían los fantasmas, tan solo la memoria.
Lo bueno de hablar sola es que por lo general no tenías por qué terminar las frases.
Al principio cree que no hay ningún sonido, pero no es del todo cierto. Hay uno. Oye un leve tamborileo aterciopelado. Es su corazón.
No hay más remedio que convivir para siempre con los recuerdos.
A veces se pregunta si todo el mundo tiene esa cortina mental, tras la cual empieza la zona de prohibido pensar. Debería ser así. Resulta muy útil; te ahorra un montón de noches en blanco.
-Los viajes de mil kilómetros empiezan con un solo paso, Lisey – se dijo a sí misma al tiempo que se levantaba.
Recordó lo que Scott decía a menudo: “El noventa y ocho por ciento de lo que nos pasa por la cabeza no es asunto nuestro”.
¿quién querría acercarse a otra persona sabiendo lo difícil que resultaría prescindir de ella? En tu corazón, los seres queridos mueren muy despacio, ¿verdad? Como una planta cuando te vas de viaje y olvidas pedirle al vecino que pase de vez en cuando con la regadera, y es tan triste…
Recordaba un día, en tiempos mucho más felices, en que su marido le había dicho que los hombres heterosexuales se fijaban en prácticamente todas las mujeres entre los catorce y los ochenta y cuatro años; afirmaba que se debía a un circuito cerrado que existía entre el ojo y la polla sin pasar por el cerebro.
Las viejas ideas nunca mueren.
Los truenos seguían retumbando en el cielo con aire malhumorado.
Scott ni siquiera planeaba sus libros, por complejos que fueran algunos de ellos. Afirmaba que planificarlos le habría quitado la gracia al proceso. Para él, escribir un libro era como descubrir un hilo de colores llamativos en la hierba y seguirlo hasta donde lo llevara. A veces el hilo se rompía y acababas con las manos vacías, pero a veces, si tenías suerte, si eras valiente y perseverabas, te conducía hasta un tesoro, el libro en sí mismo.
Algunas cosas no se olvidan nunca. Había llegado a creer que las cosas que el mundo pragmático desdeña por considerarlas efímeras, cosas como las canciones, la luz de la luna y los besos, eran en ocasiones las más duraderas. Tal vez fuera una chorrada, pero desafiaban el olvido. Y eso estaba bien. Estaba bien.
tú eres la llamada, y yo la respuesta,
tú eres el deseo, y yo su cumplimiento,
tú eres la noche, y yo el día.
¿Qué más? Es perfecto.
Perfectamente completo,
tú y yo,
¿qué más?
Qué extraño que pese a todo suframos tanto.
D. H. Lawrence
“Algunas cosas tienen que ser ciertas porque no les queda otro remedio”.
Fue entonces cuando sonó el teléfono, haciendo añicos la frágil copa de los recuerdos de Lisey.
La tarde empezaba a desvanecerse. El sol aún brillaba amarillo, pero se acercaba al horizonte y no tardaría en adquirir ese fuego anaranjado que recordaba tan bien.
2ª ed. Bs. As. : Plaza y Janés, 2007 608 p. 23 x 16 cm. (Éxitos) ISBN 978-950-644-111-1
La historia de Lisey, probablemente la novela más personal y más intensa de Stephen King, explora los orígenes de la creatividad, la tentación de la locura y el lenguaje secreto del amor.
Si yo fuera luna, sabría donde ponerme.
D. H. Lawrence,
El arco iris
Ninguna de las hermanas de Lisey era inmune a los placeres que proporciona meter cizaña (“hurgar en la porquería”, como siempre decía su padre) o chismorrear sobre los trapos sucios ajenos.
A Lisey aún le costaba asimilar que llevaba dos años muerto; tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida y al mismo tiempo de que apenas si había pasado un suspiro.
Lisey poseía lo que sin duda se cifraba entre los talentos humanos más infrecuentes: no se entremetía en los asuntos de los demás, pero al mismo tiempo no le importaba demasiado que los demás se metieran en los suyos.
El sentimiento que la embargaba con mayor intensidad era el desaliento, como si hubiera subestimado la tarea que debía realizar o sobrestimado (por mucho) su capacidad de llevarla a cabo hasta su inevitable conclusión.
Estar sola después de haber estado en pareja era raro de narices. Habría dicho que dos años bastarían para disipar esa sensación de extrañeza, pero no era así. Tendida en la cama que antes había albergado a dos personas, Lisey pensó que el momento más solitario era aquel en que despertabas y descubrías que seguías teniendo la casa entera para ti solita. Que tú y los ratones erais los únicos seres que seguíais respirando en ella.
Fuera de sus ámbitos de especialización, los académicos adolecían de una extraña falta de curiosidad.
El neurólogo al que por fin se animó a consultar le explicó que olvidar el momento de un suceso traumático era moneda corriente, que las personas que se recuperaban de tales episodios a menudo descubrían que había un tramo quemado en la película de sus recuerdos. En algunos casos resurgían imágenes y fragmentos inconexos años o incluso décadas más tarde. El neurólogo lo calificó de mecanismo de defensa.
Fuera de la habitación del motel, los perros, todos y cada uno de los putos perros de Nashville, a juzgar por el estruendo, siguieron ladrando mientras el sol se ponía por entre la neblina anaranjada de agosto para dar paso a la noche.
Uno de esos hombres que parecen mayores de lo que son, no solo porque han perdido mucho cabello y ganado mucha panza de forma prematura, sino sobre todo porque se empeñan en rodearse de una aureola tan sofocante de solemnidad que incluso sus bromas suenan como la lectura de las cláusulas de una póliza de seguros.
En ocasiones, Lisey percibía algo y al alzar la cabeza encontraba la mirada solemne de Scott clavada en ella, como si todavía constituyera un misterio para él.
¿Cuántos años hacen falta para que el estúpido peso del tiempo acabe con la emoción del matrimonio? ¿Cuánta suerte hay que tener para que el amor gane la partida al tiempo?
La multitud retrocede… a regañadientes, se le antoja a Lisey. Le parece que no quieren perderse ni una gota de sangre.
-¿Cómo está, querida?
-Intentando sobrevivir –replica ella sin volverse.
A fin de cuentas, ¿no es siempre hermosa la valentía?
A nadie le gustan los payasos a media noche.
Lisey percibía el tono intimidatorio de su voz y se detestó a sí misma. Esa era otra de las repercusiones que el dinero tiene sobre una al cabo de diez o veinte años; te hace creer que tienes el derecho de abrirte paso a hostias para salir de cualquier aprieto.
Era alucinante hasta qué punto la muerte de tu marido podaba el catálogo de amistades.
-Lo que duele es el amor –declaró Amanda en tono solemne… y de repente lanzó una risita que aligeró el corazón de Lisey.
Tanto la sonrisa casi desvanecida como el dolor creciente que empañaba sus ojos le decían cuánto la amaba Scott, y sabía que ello acrecentaba su poder para hacerle daño.
Así de cerca había estado de pasar esa noche sola en la cama. La idea le produce la misma sensación que asomarse a una ventana muy alta.
¿Cómo es el dicho? Lo peor no es que hablen mal de ti, sino que no hablen.
“más falsa que una patada de culebra”
Eso es lo que consigue el dinero, pensó. Te convierte en la más lista, en la jefa.
No había pensado lo que diría, en atención a otra de las Reglas de Landon, según la cual solo debía planearse lo que se iba a decir en el caso de una disensión leve. Cuando estabas realmente furioso, cuando tenías ganas de arrancarle los ojos a alguien, como suele decirse, por lo general era mejor dejar que la cosa fluyera por sí sola.
La mente exhausta es la presa más fácil de la obsesión.
El que dijo que mal de muchos, consuelo de tontos era un imbécil. En cambio, el que dijo todo lo que puede salir mal saldrá mal, ese sí que sabía lo que se decía.
Se enjugó las lágrimas que a fin de cuentas no había logrado contener y que le resbalaban por las mejillas. Por lo visto, investigar el pasado era una tarea mojada.
No existían los fantasmas, tan solo la memoria.
Lo bueno de hablar sola es que por lo general no tenías por qué terminar las frases.
Al principio cree que no hay ningún sonido, pero no es del todo cierto. Hay uno. Oye un leve tamborileo aterciopelado. Es su corazón.
No hay más remedio que convivir para siempre con los recuerdos.
A veces se pregunta si todo el mundo tiene esa cortina mental, tras la cual empieza la zona de prohibido pensar. Debería ser así. Resulta muy útil; te ahorra un montón de noches en blanco.
-Los viajes de mil kilómetros empiezan con un solo paso, Lisey – se dijo a sí misma al tiempo que se levantaba.
Recordó lo que Scott decía a menudo: “El noventa y ocho por ciento de lo que nos pasa por la cabeza no es asunto nuestro”.
¿quién querría acercarse a otra persona sabiendo lo difícil que resultaría prescindir de ella? En tu corazón, los seres queridos mueren muy despacio, ¿verdad? Como una planta cuando te vas de viaje y olvidas pedirle al vecino que pase de vez en cuando con la regadera, y es tan triste…
Recordaba un día, en tiempos mucho más felices, en que su marido le había dicho que los hombres heterosexuales se fijaban en prácticamente todas las mujeres entre los catorce y los ochenta y cuatro años; afirmaba que se debía a un circuito cerrado que existía entre el ojo y la polla sin pasar por el cerebro.
Las viejas ideas nunca mueren.
Los truenos seguían retumbando en el cielo con aire malhumorado.
Scott ni siquiera planeaba sus libros, por complejos que fueran algunos de ellos. Afirmaba que planificarlos le habría quitado la gracia al proceso. Para él, escribir un libro era como descubrir un hilo de colores llamativos en la hierba y seguirlo hasta donde lo llevara. A veces el hilo se rompía y acababas con las manos vacías, pero a veces, si tenías suerte, si eras valiente y perseverabas, te conducía hasta un tesoro, el libro en sí mismo.
Algunas cosas no se olvidan nunca. Había llegado a creer que las cosas que el mundo pragmático desdeña por considerarlas efímeras, cosas como las canciones, la luz de la luna y los besos, eran en ocasiones las más duraderas. Tal vez fuera una chorrada, pero desafiaban el olvido. Y eso estaba bien. Estaba bien.
tú eres la llamada, y yo la respuesta,
tú eres el deseo, y yo su cumplimiento,
tú eres la noche, y yo el día.
¿Qué más? Es perfecto.
Perfectamente completo,
tú y yo,
¿qué más?
Qué extraño que pese a todo suframos tanto.
D. H. Lawrence
“Algunas cosas tienen que ser ciertas porque no les queda otro remedio”.
Fue entonces cuando sonó el teléfono, haciendo añicos la frágil copa de los recuerdos de Lisey.
La tarde empezaba a desvanecerse. El sol aún brillaba amarillo, pero se acercaba al horizonte y no tardaría en adquirir ese fuego anaranjado que recordaba tan bien.
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