Khaled Hosseini Cometas en el cielo Ediciones Salamandra, 2003 Barcelona.
ISBN 978-84-9838-088-0
Con el tiempo he descubierto que lo que dicen del pasado, que es posible enterrarlo, no es cierto. Porque el pasado se abre paso a zarpasos.
“Hay una forma de volver a ser bueno”.
En el extremo opuesto a la entrada había una alta chimenea de mármol que en invierno estaba siempre iluminada por el resplandor anaranjado del fuego.
Dicen que los ojos son las ventanas del alma.
Los funcionarios del ayuntamiento, cuyos “bigotes necesitaban un engrase”.
A lo lejos, en el lado opuesto del lago, un camión ascendía pesadamente montaña arriba. La luz del sol parpadeó en el retrovisor lateral.
Mi padre consiguió moldear a su gusto el mundo que lo rodeaba, siendo yo la manifiesta excepción. El problema, naturalmente, era que Baba veía el mundo en blanco y negro. Y era él quien decidía qué era blanco y qué era negro. Es imposible amar a una persona así sin tenerle también miedo, tal vez incluso sin odiarlo un poco.
Sólo existe un pecado, sólo uno. Y es el robo. Cualquier otro pecado es una variante del robo. ¿Lo comprendes?
-Cuando matas a un hombre, le robas la vida –dijo Baba-, robas el marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, le robas a otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad. ¿Comprendes?
-Si existe un Dios, espero que tenga cosas más importantes que hacer que ocuparse de que yo beba whisky o coma cerdo. Y ahora vete. Tanto hablar me ha dado sed.
-Yo no era así.- Baba parecía frustrado, casi enfadado. Rahim Kan se echó a reír.
-Los niños no son cuadernos para colorear. No los puedes pintar con tus colores favoritos.
La persona que desperdicia los talentos que Dios le ha dado es un burro.
Los disparos y las explosiones habían durado menos de una hora, pero nos habían asustado mucho porque ninguno de nosotros había oído nunca disparos en las calles. Entonces eran sonidos desconocidos para nosotros. La generación de niños afganos cuyos oídos no conocerían otra cosa que no fueran los sonidos de las bombas y los tiroteos no había nacido aún. Acurrucados en el comedor y a la espera de la salida del sol, ninguno de nosotros tenía la menor idea de que acababa de finalizar una forma de vida. Nuestra forma de vida. Aunque sin serlo del todo, aquello fue, como mínimo, el principio del fin. El fin, el fin oficial, llegaría primero en abril de 1978, con el golpe de estado comunista, y luego en diciembre de 1979, cuando los tanques rusos se hicieron dueños de las mismas calles donde Hassan y yo jugábamos, provocando con ello la muerte del Afganistán que yo conocía y marcando el principio de una época de carnicería que todavía continúa.
Me encantaba el invierno en Kabul. Me gustaba por el suave tamborileo que producía la nieve contra mi ventana por la noche, por cómo la nieve recién caída crujía bajo mis botas de caucho negras, por el calor de la estufa de hierro fundido cuando el viento azotaba los patios y las calles. Pero, sobre todo, porque mientras los árboles se helaban y el hielo cubría las calles, el hielo que había entre Baba y yo se fundía un poco. Y la razón de que fuera así eran los cometas. Baba y yo vivíamos en la misma casa, pero en distintas esferas. Los cometas eran la única intersección, fina como el papel, entre ellas.
A veces deseaba que no actuara de esa manera, que me permitiera por una vez ser el favorito.
Las reglas eran sencillas: nada de reglas.
Y cuando un volador de cometas tenía una cometa en las manos, nadie podía usurpársela. No era una regla. Era una tradición.
Le enseñaría de una vez por todas lo que valía su hijo. Y entonces, tal vez, mi vida como fantasma en aquella casa finalizaría. Y tal vez…, sólo tal vez…, me perdonaría finalmente haber matado a mi madre.
“Duele decirlo –aseguró, encogiéndose de hombros-. Pero es mejor resultar herido por la verdad que consolarse con una mentira.”
Hassan era así. Era tan malditamente puro que a su lado te sentías siempre como un falso.
Estar con alguien que siempre sabía lo que necesitaba resultaba un poco inquietante, aunque también reconfortante.
La esperanza crecía en mi corazón como la nieve que se apila sobre un muro, copo tras copo.
El sótano fue nuestro hogar durante la semana siguiente y a la tercera noche descubrí el origen de los sonidos chirriantes. Ratas.
-Dios nos salvará. ¿Por qué no le rezas?
Baba aspiró una pizca de rapé y estiró las piernas.
-Lo que nos salvará son ocho cilindros y un buen carburador.- Eso los silenció a todos por lo que al tema de Dios se refiere.
La carretera de tierra se deslizaba entre campos que eran como sábanas plomizas bajo el cielo gris hasta que desaparecía detrás de una cadena de montañas sinuosas. El camino pasaba a lo lejos por un pequeño pueblo que se extendía a lo largo de una loma reseca por el sol.
Le pedí bondad a un Dios que no estaba completamente seguro de que existiera. Envidiaba al mullah, envidiaba su fe y su certidumbre.
¿Qué debes hacer, dices? Eso es precisamente lo que he intentado enseñarte durante todos estos años: que nunca tengas que formular esa pregunta.
Recuerdo ese período como una época de muchas “primeras veces”. La primera vez que oí a Baba gimiendo en el baño. La primera vez que descubrí sangre en su almohada. Nunca se había puesto enfermo en los cerca de tres años que llevaba trabajando en la gasolinera. Otra primera vez.
Pensé en todos los espacios vacíos que Baba dejaría atrás cuando se fuera y me obligué a pensar en otra cosa. No se había ido. Aún no. Y aquél era un día para tener buenos pensamientos.
Sospechaba que había muchos aspectos en los que Soraya Taheri era mucha mejor persona que yo. La valentía era tan sólo uno de ellos.
Yo veía su sonrisa interior, ancha como los cielos de Kabul en las noches en que los álamos se estremecen y el sonido de los grillos inunda los jardines.
Soraya y yo iniciamos la rutina (y las pequeñas preguntas) de la vida de casados.
Tu siempre has sido un turista aquí, sólo que no eras consciente de ello.
Salí al exterior. Permanecí bajo el brillo deslustrado de la media luna y alcé la vista hacia el cielo inundado de estrellas. Era noche cerrada y se oía el canto de los grillos y el viento que soplaba entre los árboles. Notaba el frío del suelo bajo los pies descalzos.
Como dice el poeta: “¡Despreocupado estaba el amor y entonces llegaron los problemas!”
-Dijo: “Tengo mucho miedo.” Y yo le pregunté: “¿Por qué?”, y ella respondió: “Porque soy profundamente feliz, doctor Rasul. Una felicidad así asusta.” Le pregunté por qué y dijo: “Sólo te permiten ser así de feliz cuando están preparándose para llevarse algo de ti”, y yo repliqué: “Calla. Basta de tonterías.”
-¿Quieres quedarte? –me preguntó muy serio Farid.
-No –respondí. Jamás había querido estar tan lejos de un lugar como en aquellos momentos-. Pero debemos quedarnos.
Cuando intentaron ponerla de nuevo de pie, empezó a gritar y a patalear. Nunca olvidaré aquel grito. Era el grito de un animal salvaje intentando liberar su pata atrapada en la trampa de un oso.
Recordé algo que Baba me había dicho hace mucho tiempo: “Me meo en la barba de todos esos monos santurrones”. No hacen nada, excepto sobarse sus barbas de predicador y recitar un libro escrito en un idioma que ni siquiera comprenden. Que Dios nos asista si Afganistán llega a caer en sus manos algún día.”
Deseaba no haber tenido que entrar solo. A pesar de todo lo que había aprendido de Baba, deseaba que en aquel momento hubiese estado a mi lado. Baba habría irrumpido por la puerta y exigido ver al responsable del lugar, y se habría meado en las barbas de cualquiera que se interpusiese en su camino.
-Yo me eduqué en Estados Unidos, Amir. Si América me enseñó alguna cosa es que darse por vencido es más o menos lo mismo que mearse en la jarra de la limonada de las Girl Scouts.
-No me importa. Puedo esperar. Es como las manzanas verdes.
-¿Las manzanas verdes?
-Una vez, cuando era muy pequeño, trepé a un árbol y comí unas manzanas que aún estaban verdes. Se me hinchó el estómago y se me puso duro como un tambor. Mi madre me dijo que si hubiese esperado a que madurasen, no me habrían sentado mal. Así que ahora, cuando quiero algo de verdad, intento recordar lo que ella me dijo sobre las manzanas.
Entrecerrando los ojos para evitar la luz del sol y sonriendo como si el mundo fuese un lugar bueno y justo.
Entonces noté algo: que ese último pensamiento no me había producido ningún tipo de punzada.
Me pregunté si el perdón se manifestaría de esa manera, sin la fanfarria de la revelación, si simplemente el dolor recogería sus cosas, haría las maletas y se esfumaría sin decir nada en mitad de la noche.
ISBN 978-84-9838-088-0
Con el tiempo he descubierto que lo que dicen del pasado, que es posible enterrarlo, no es cierto. Porque el pasado se abre paso a zarpasos.
“Hay una forma de volver a ser bueno”.
En el extremo opuesto a la entrada había una alta chimenea de mármol que en invierno estaba siempre iluminada por el resplandor anaranjado del fuego.
Dicen que los ojos son las ventanas del alma.
Los funcionarios del ayuntamiento, cuyos “bigotes necesitaban un engrase”.
A lo lejos, en el lado opuesto del lago, un camión ascendía pesadamente montaña arriba. La luz del sol parpadeó en el retrovisor lateral.
Mi padre consiguió moldear a su gusto el mundo que lo rodeaba, siendo yo la manifiesta excepción. El problema, naturalmente, era que Baba veía el mundo en blanco y negro. Y era él quien decidía qué era blanco y qué era negro. Es imposible amar a una persona así sin tenerle también miedo, tal vez incluso sin odiarlo un poco.
Sólo existe un pecado, sólo uno. Y es el robo. Cualquier otro pecado es una variante del robo. ¿Lo comprendes?
-Cuando matas a un hombre, le robas la vida –dijo Baba-, robas el marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, le robas a otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad. ¿Comprendes?
-Si existe un Dios, espero que tenga cosas más importantes que hacer que ocuparse de que yo beba whisky o coma cerdo. Y ahora vete. Tanto hablar me ha dado sed.
-Yo no era así.- Baba parecía frustrado, casi enfadado. Rahim Kan se echó a reír.
-Los niños no son cuadernos para colorear. No los puedes pintar con tus colores favoritos.
La persona que desperdicia los talentos que Dios le ha dado es un burro.
Los disparos y las explosiones habían durado menos de una hora, pero nos habían asustado mucho porque ninguno de nosotros había oído nunca disparos en las calles. Entonces eran sonidos desconocidos para nosotros. La generación de niños afganos cuyos oídos no conocerían otra cosa que no fueran los sonidos de las bombas y los tiroteos no había nacido aún. Acurrucados en el comedor y a la espera de la salida del sol, ninguno de nosotros tenía la menor idea de que acababa de finalizar una forma de vida. Nuestra forma de vida. Aunque sin serlo del todo, aquello fue, como mínimo, el principio del fin. El fin, el fin oficial, llegaría primero en abril de 1978, con el golpe de estado comunista, y luego en diciembre de 1979, cuando los tanques rusos se hicieron dueños de las mismas calles donde Hassan y yo jugábamos, provocando con ello la muerte del Afganistán que yo conocía y marcando el principio de una época de carnicería que todavía continúa.
Me encantaba el invierno en Kabul. Me gustaba por el suave tamborileo que producía la nieve contra mi ventana por la noche, por cómo la nieve recién caída crujía bajo mis botas de caucho negras, por el calor de la estufa de hierro fundido cuando el viento azotaba los patios y las calles. Pero, sobre todo, porque mientras los árboles se helaban y el hielo cubría las calles, el hielo que había entre Baba y yo se fundía un poco. Y la razón de que fuera así eran los cometas. Baba y yo vivíamos en la misma casa, pero en distintas esferas. Los cometas eran la única intersección, fina como el papel, entre ellas.
A veces deseaba que no actuara de esa manera, que me permitiera por una vez ser el favorito.
Las reglas eran sencillas: nada de reglas.
Y cuando un volador de cometas tenía una cometa en las manos, nadie podía usurpársela. No era una regla. Era una tradición.
Le enseñaría de una vez por todas lo que valía su hijo. Y entonces, tal vez, mi vida como fantasma en aquella casa finalizaría. Y tal vez…, sólo tal vez…, me perdonaría finalmente haber matado a mi madre.
“Duele decirlo –aseguró, encogiéndose de hombros-. Pero es mejor resultar herido por la verdad que consolarse con una mentira.”
Hassan era así. Era tan malditamente puro que a su lado te sentías siempre como un falso.
Estar con alguien que siempre sabía lo que necesitaba resultaba un poco inquietante, aunque también reconfortante.
La esperanza crecía en mi corazón como la nieve que se apila sobre un muro, copo tras copo.
El sótano fue nuestro hogar durante la semana siguiente y a la tercera noche descubrí el origen de los sonidos chirriantes. Ratas.
-Dios nos salvará. ¿Por qué no le rezas?
Baba aspiró una pizca de rapé y estiró las piernas.
-Lo que nos salvará son ocho cilindros y un buen carburador.- Eso los silenció a todos por lo que al tema de Dios se refiere.
La carretera de tierra se deslizaba entre campos que eran como sábanas plomizas bajo el cielo gris hasta que desaparecía detrás de una cadena de montañas sinuosas. El camino pasaba a lo lejos por un pequeño pueblo que se extendía a lo largo de una loma reseca por el sol.
Le pedí bondad a un Dios que no estaba completamente seguro de que existiera. Envidiaba al mullah, envidiaba su fe y su certidumbre.
¿Qué debes hacer, dices? Eso es precisamente lo que he intentado enseñarte durante todos estos años: que nunca tengas que formular esa pregunta.
Recuerdo ese período como una época de muchas “primeras veces”. La primera vez que oí a Baba gimiendo en el baño. La primera vez que descubrí sangre en su almohada. Nunca se había puesto enfermo en los cerca de tres años que llevaba trabajando en la gasolinera. Otra primera vez.
Pensé en todos los espacios vacíos que Baba dejaría atrás cuando se fuera y me obligué a pensar en otra cosa. No se había ido. Aún no. Y aquél era un día para tener buenos pensamientos.
Sospechaba que había muchos aspectos en los que Soraya Taheri era mucha mejor persona que yo. La valentía era tan sólo uno de ellos.
Yo veía su sonrisa interior, ancha como los cielos de Kabul en las noches en que los álamos se estremecen y el sonido de los grillos inunda los jardines.
Soraya y yo iniciamos la rutina (y las pequeñas preguntas) de la vida de casados.
Tu siempre has sido un turista aquí, sólo que no eras consciente de ello.
Salí al exterior. Permanecí bajo el brillo deslustrado de la media luna y alcé la vista hacia el cielo inundado de estrellas. Era noche cerrada y se oía el canto de los grillos y el viento que soplaba entre los árboles. Notaba el frío del suelo bajo los pies descalzos.
Como dice el poeta: “¡Despreocupado estaba el amor y entonces llegaron los problemas!”
-Dijo: “Tengo mucho miedo.” Y yo le pregunté: “¿Por qué?”, y ella respondió: “Porque soy profundamente feliz, doctor Rasul. Una felicidad así asusta.” Le pregunté por qué y dijo: “Sólo te permiten ser así de feliz cuando están preparándose para llevarse algo de ti”, y yo repliqué: “Calla. Basta de tonterías.”
-¿Quieres quedarte? –me preguntó muy serio Farid.
-No –respondí. Jamás había querido estar tan lejos de un lugar como en aquellos momentos-. Pero debemos quedarnos.
Cuando intentaron ponerla de nuevo de pie, empezó a gritar y a patalear. Nunca olvidaré aquel grito. Era el grito de un animal salvaje intentando liberar su pata atrapada en la trampa de un oso.
Recordé algo que Baba me había dicho hace mucho tiempo: “Me meo en la barba de todos esos monos santurrones”. No hacen nada, excepto sobarse sus barbas de predicador y recitar un libro escrito en un idioma que ni siquiera comprenden. Que Dios nos asista si Afganistán llega a caer en sus manos algún día.”
Deseaba no haber tenido que entrar solo. A pesar de todo lo que había aprendido de Baba, deseaba que en aquel momento hubiese estado a mi lado. Baba habría irrumpido por la puerta y exigido ver al responsable del lugar, y se habría meado en las barbas de cualquiera que se interpusiese en su camino.
-Yo me eduqué en Estados Unidos, Amir. Si América me enseñó alguna cosa es que darse por vencido es más o menos lo mismo que mearse en la jarra de la limonada de las Girl Scouts.
-No me importa. Puedo esperar. Es como las manzanas verdes.
-¿Las manzanas verdes?
-Una vez, cuando era muy pequeño, trepé a un árbol y comí unas manzanas que aún estaban verdes. Se me hinchó el estómago y se me puso duro como un tambor. Mi madre me dijo que si hubiese esperado a que madurasen, no me habrían sentado mal. Así que ahora, cuando quiero algo de verdad, intento recordar lo que ella me dijo sobre las manzanas.
Entrecerrando los ojos para evitar la luz del sol y sonriendo como si el mundo fuese un lugar bueno y justo.
Entonces noté algo: que ese último pensamiento no me había producido ningún tipo de punzada.
Me pregunté si el perdón se manifestaría de esa manera, sin la fanfarria de la revelación, si simplemente el dolor recogería sus cosas, haría las maletas y se esfumaría sin decir nada en mitad de la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario